29 nov 2011

“Los intocables de Eliot Ness” (1987), de Brian de Palma


Capricho, pesadilla, historia, leyenda: los Estados Unidos de nuestro corazón
(Mi comentario a “Los intocables de Eliot Ness” (1987) de Brian de Palma)

Un tipo tiene un capricho. Ese capricho se convierte en su pesadilla o en la de otros. La pesadilla pasa a ser historia. La historia se transforma en leyenda. Y nace el cine norteamericano.

El consabido baldón de inexactitud con que degradamos a las películas históricas californianas denota sólo nuestra incomprensión o nuestra ignorancia de ese lenguaje llamado “cine de los Estados Unidos”. Los hechos no son verdad, no son mentira, son espectáculo, son relato puro, son mitos prêt-à-porter, son nanas o consejas, son cuentos que nos congregan en torno al fuego electrónico con el mismo arrobo –tan consustancial, tan humano– del primer oyente ante el primer fantaseador, antaño, en la remota cueva veteada de trémulas sombras por las llamas del primer hogar.

La distancia entre lo contado y lo real, el abismo (deliberado o no, simplemente natural) entre la ficción y la historia, entre lo imaginativo y lo académico, sólo merecería acerba censura si la recreación cinematográfica se postulase como relato verídico, documental, con la presunción de reemplazar y derogar la historia auténtica. Pero esto no sucede nunca: las películas son sobre… o se basan en… pero nunca van tan allá de sí mismas (¿para qué?: ni lo necesitan ni les conviene) como para pretender que son lo que no son (otra cosa son las expectativas –fruto de la incomprensión, como he dicho– de los más o menos sesudos o académicos espectadores). Igualmente, estarían bien justificados nuestros ceños fruncidos ante los anacronismos o distorsiones detectados si los cineastas obraran de modo más fidedigno o respetuoso hacia la verdad histórica con su propia historia nacional. Pero este no es ni mucho menos el caso: bien al contrario, es la propia historia norteamericana la primera y principal sujeta a las decididas manipulaciones del fabulista, del cómico, del aedo.

¿Quiénes eran Al Capone y Eliot Ness, esos dos santos del inagotable panteón estadounidense? Esa ironía, esa simpatía un poco repulsiva de Robert de Niro, esa sobriedad y espíritu familiar de Kevin Costner, esa estatura adulta, acabada, definitiva, con que los dos nos apabullan, esa lucha titánica a vida o muerte entre los dos colosos, ¿son realmente fieles, más allá de los grandes, vagos rasgos, a la espiral de violencia desatada por la aprobación de la Volstead Act, o Ley Seca? La película, por si fuera necesario, tiene la honestidad de aseverar nítidamente, en los títulos de crédito, lo ficticio de sus caracteres y situaciones.

Y hace bien, porque en realidad Capone era poco más que un chaval cuando estaba en la cima de su poder: tenía 26 años en 1925, cuando su imposición en Chicago, y 32 en 1931, cuando su caída. No era simpático, no tenía la gracia de De Niro: fue desde siempre un matón, un pandillero violento, a los 18 años ya acumulaba varios asesinatos. Ness era aún más joven (28 años a la caída de Capone), y no era un policía vocacional, sino un economista un poco chupatintas enrolado en las fuerzas del orden un poco casualmente. Los negocios de Capone en Chicago se vieron dañados por Ness y su equipo (que acabó siendo de nueve personas, no de tres), pero no fue Ness quien, invocando la legislación fiscal, acabó con su carrera. Por otra parte, Ness no era el joven patriarca que Costner representa: por entonces no tenía hijos (adoptaría uno en 1946) y se casaría con su primera esposa (tuvo tres) sólo en 1929. Y no hay que llamarse tampoco a engaño respecto a esa semi-santidad del personaje: hasta su muerte en 1957, Ness pasaría por el calvario del alcoholismo (sí, él), por un dudoso accidente de tráfico, por accesos de fantasioso de bar que se recreaba en (y re-creaba) sus viejas glorias.

Paladines ambos, Capone y Ness, de la Ley Seca, nos mueven a considerar un segundo el verdadero sentido de ésta. ¿La Ley Seca (o Volstead Act, o decimooctava enmienda de la constitución norteamericana) tenía como objeto reducir el alcoholismo o la criminalidad, acaso para fomentar (o no dañar) la productividad industrial? Por un momento puede que esos motivos a alguien le parecieran plausibles, pero, vista en la perspectiva de la historia cultural (y mítica, ¿por qué no decirlo?) de los EE.UU., parece ya evidente que la Ley Seca no tuvo otro propósito que dar una atmósfera, unos cuantos mitos y muchos argumentos a los artistas de las películas. Si, según el aserto de Oscar Wilde, la Naturaleza imita al Arte (de lo que hay pruebas más que suficientes, comenzando por las ofrecidas por el propio Wilde en el mismo pasaje del sublime “La decadencia de la mentira”), ¿por qué no había la Historia de servir al Cine?

Volvamos al punto de partida, y demos un paso más allá. Una nación que ha hecho de la historia (la pesadilla que culmina un capricho y luego se coagula) carne de leyenda, o sea, de cine, una nación que ha llegado a exaltar a “la fábrica de sueños” al rango de mayor o más genuina industria nacional, ¿no habría de verse tentada a tener historia para tener cine? A la luz de esta ocurrencia inspirada por el donaire del gran Oscar, la historia entera de los EE.UU. (el idílico Mayflower y la convulsa Wall Street, la guerra civil y las mundiales, Lincoln y JFK, el salvaje Oeste y el profundo Sur, las incursiones en Nicaragua y en las estrellas) nos parece elaborada, como el Halcón Maltés, con el material de que están hechos los sueños.      (28-nov-11)

27 nov 2011

“La buena estrella” (1996), de Ricardo Franco


El gallina de los huevos de oro
(Mi comentario a “La buena estrella” (1996), de Ricardo Franco)

El ingrediente mágico, la receta de la cocacola de muchos éxitos del cine español contemporáneo, tiene más de íntimo que de secreto. Es esencial, imprescindible, mano de santo en taquilla y en gacetilla, una buena desviación sexual (desviación al menos estadística): puede ser la promiscuidad, la homosexualidad bien o mal llevada, el transexualismo, el sadismo, la zoofilia con aves o con reptiles, etc. Hay que añadir a esta masa unas gotitas de humor o de piedad, quizá un chorrito de Weltanschauung de andar por casa, y sobre todo las jetas familiares de algunos de esos caricatos a los que nuestra molicie sofástica postcena y la proliferación fungosa de cadenas (de TV, me refiero) han erigido al estrellato patrio. Todo esto puede conjugarse bien “a lo divino”, o sea, en tonos dramáticos, apelando a nuestras vísceras, o a nuestros lacrimales, o a nuestra conciencia, en bella reviviscencia carpetovetónica de realismos ya caducos, o bien “a lo profano”, interpelando más bien a nuestros huesos de la risa, o a las indesmayables sinhuesos, o a nuestros ijares más cosquillosos. La cosecha de ditirambos, goyas y papanatas-pagafantas está en uno y otro caso asegurada.

El único problema es que conocer la receta no garantiza que el plato sea apetitoso. Se puede querer hacer reír, e inspirar vergüenza ajena; se puede querer hacer llorar, y despertar las carcajadas. Que yo quiera escribir “Hamlet” no significa que pueda. Que yo acumule en una película desgracias, situaciones críticas, sentimientos a granel, interacciones desmesuradamente trágicas, etc., etc. no me garantiza que el resultado sea un drama al menos mediocre.

Pongamos por caso “La buena estrella”. Como no se puede hacer una buena tortilla dramática sin romper los huevos (muchos huevos, si es posible) –han decidido los guionistas–, pues rompamos los huevos. Esta es la piedra angular del guión, el punto de apoyo, el ingrediente mágico al que antes me refería. Un poquito de todo lo demás, y ya tenemos la gallina de los huevos de oro poniendo redondas críticas y picudos “cabezones” en las manos de los despabilados autores, poco necesitados (gracias a su perspicacia) de ninguna “buena estrella”. Nunca hubo mejor pollada de menos huevos.

¿La pega? Que la receta es demasiado fácil, que el drama termina siendo mediocre, que las intenciones no bastan. En “La buena estrella” la película falla por la base, es decir, por el guión. Y el guión falla por los personajes, que son una antología de seres imposibles (y falla también, aunque en menor medida, por los diálogos). Las situaciones, los caracteres, las evoluciones, son todas inverosímiles y en ocasiones disparatadas. Ignoro si Franco y González Sinde han leído algo, pero al menos podrían tener un poco de perspicacia psicológica: las cosas, la gente, sencillamente, no funcionan así.

No me mancharé las manos con nimiedades obvias. Sólo algunos detalles: la Verdú dice que quiere a los dos, a Resines y a Mollá. Pero cualquiera comprende que esa afirmación es ridícula: amar-amar se ama a una persona, y cuando se la ama, y mientras se la ama. Resines, que no es un cobarde ni un consentidor, acaso toleraría, por santurrón o por buenazo, los abusos de Mollá, pero el buen-rollete, el “vente a la carnicería a ayudar”, el “vamos de cañas”, es sencillamente delirante. Mollá, el mejor personaje, es un indeseable integral (que, sin duda, los guionistas nunca han tenido de vecino), un indeseable chocantemente convertido, velis nolis, en una pobre víctima a la que, muerta “en olor de santidad”, hay que terminar llorando. ¡Ah, qué carrera hubiera González Sinde podido hacer en el teatro del absurdo!

La empanada emocional-ideológica es considerable: una empanadilla recalentada y salpimentada de especias (lo digo por lo especiosa). Tenemos la consabida, comprensiva explicación socio-tontorrona de Mollá por la Verdú (ya se sabe, “mató a quince personas, pero lo hizo porque tuvo una infancia difícil”): esa explicación que quiere salvar a la persona, pero sólo sabe hacerlo negándola. Está también el discursito, bien estructurado y algo prolijo, del agonizante Mollá, sentando cátedra como quien no quiere la cosa sobre bagatelas como la existencia de la divinidad o la responsabilidad individual; un discurso, claro está, sin otra función que tirar a la hez de la platea cuatro cacahuetes para que rumien. Y de remate tenemos la montaña rusa emocional (ahora estoy encoñada, ahora soy ama de casa, diez años después me encoño de nuevo del mismo desecho humano, ahora dejo atrás por él a mi hija y a mi marido, etc.) que termina de marearnos y de rematarnos, cuando pretende justo lo contrario; un tobogán emocional que nos deja sentados de una culada sobre una simple, despectiva pregunta: “¿pero qué milongas me estáis contando, Franco y González Sinde?”.

Este plato abigarrado y bastante indigesto se benefició, para terminar de dorar el huevo, de un babeo generalizado que recuerdo perfectamente (y que ahora me parece francamente inverosímil). Se oyeron y leyeron alabanzas desmesuradas acerca de esta película, en lo que sólo pudo ser una campaña bien planeada y realizada por la Gente al Mando. Con ella las huestes del buenismo social, de la banalidad humana, de la superchería artística, lanzaban sobre el tablero patrio un producto que quince años después nos decepciona y nos repele como un huevo huero.        (23-nov-11)

20 nov 2011

“Desde Rusia con amor” (1963), de Terence Young


Los Cuatro Jinetes de la poca psiquis
(Mi comentario a “Desde Rusia con amor” (1963), de Terence Young)

Aunque no tengo en mente todos los episodios de la saga 007, dudo mucho que haya otro que congregue tantos y tan característicos malvados como “Desde Rusia con amor”. Esta segunda entrega de las aventuras de Bond nos regala un cuarteto impagable, Cuatro Jinetes del Apocalipsis que, dada su obstinada torpeza y falta de perspicacia, más podrían calificarse de cuatro jumentos de la poca psiquis.

Uno de ellos es un ajedrecista checoslovaco, de aquellos tiempos en que las finales mundiales de ajedrez entre un soviético y un occidental llevaban la Guerra Fría a extremos de enconada estilización (el paradigma de ellas fue, claro está, el duelo Fischer-Spassky en Reykjiavik 1972). Este Jinete, competitivo y fogoso, encarna la Guerra, pródiga en estrategias, en maniobras, en cálculos tácticos y posicionales. Combatiente de tablero, después de todo, es comprensible que el ajedrecista acabe culpando del fracaso de su plan magistral a la mala calidad de las piezas elegidas para llevarlo a cabo. Y, aunque no le falte razón, ¿quién la mandaba a él meterse en esa rara ONG llamada Spectra, cuando tenía a todo el Comecon comiéndole en la mano? ¡Ya lo decía la abuela, mejor apacibles ajedrecistas canadienses de rebeca y mesa camilla que renegados semi o seudo-psicópatas!

Por ejemplo, el asesino profesional (y vocacional) encarnado por Shaw (ese malo habitual de los años 60 al que, sin embargo, le faltó clase para ser alguna vez el Super-Villano en alguna de las pelis de Bond). Se trata del Jinete que representa, es obvio, la Muerte. No es más que un peón, un sicario, un repartidor de muerte a domicilio. No podemos esperar de él una gran brillantez intelectual, de modo que, claro, se deja llevar por su arrogancia para entrar en amena conversación con un Bond al que tiene a su merced, en vez de descerrajarle dos tiros sin más florituras. El resultado es previsible: acaba hecho un cromo en un vagón del Orient Express, con un cable metálico bien ceñido a su cuello de toro tonto.

El jefe máximo de este dúo es un tipo del que sólo oímos la voz y vemos las manos acariciando a un mimoso gato. Tras la muy llorada pérdida del Doctor No en la primera entrega de la serie, este sujeto sin rostro parece un razonable sustituto. Sin embargo, es, como Shaw, demasiado chulo, y no se recata de elucidar en alta voz sus usos en tanto que gestor de personal –los mismos que como CEO del caos planetario, por cierto–  (consistentes, en esencia, en enfrentar entre sí tanto a sus empleados como a las grandes potencias). Esta querencia por el encizañamiento a diestro y siniestro le convierte en un digno Jinete de la Peste. Además, tengo para mí que la verdadera razón por la cual no vemos su rostro es, sencillamente, que éste se encuentra tachonado de repulsivas pústulas (o acaso de horribles arañazos, resultado de una juventud dilapidada entre gatos ora acariciados ora enfrentados a muerte).

Y por fin está el personaje supremo de la película, una malvada sin parangón. Se trata de la casi anciana coronela soviética que ha desertado a las filas más cálidas de Spectra, y que ejerce ahora, en la simpática ONG, de directora del departamento de selección de cuerpos fornidos y/o seductores. La tripa de Shaw le parece bastante dura y la rodilla de Bianchi bastante blanda para sus propósitos a esta frígida con un puntito de tortillera. Como lleva el uniforme como si fuera una armadura, verla al final en guisa de mucama es todo un sobresalto (de los mayores de la película). Atacada de la enfermedad común de devenir súbitamente locuaz frente a un encañonado, derrotado Bond, termina (previsiblemente) por los suelos que acaba de fregotear. Ni que decir tiene que esta vieja reseca como un sarmiento, jerarca prófuga de la imperial URSS ejerciendo de peón tembloroso en la espectral Spectra por el solo motivo de palpar carne fresca del mundo libre, encarna a la perfección la figura del Jinete del Hambre. Y también –el personaje es inagotable– a la arpía (esa voz estridente e imperiosa, de acento áspero –al menos en la versión original subtitulada–) y al escorpión (esos zapatos de puntas metálicas envenenadas) y a la serpiente (ese enroscarse lento, húmedo, ominoso, en torno a Bianchi en la entrevista de Estambul)... ¡Qué injusta la vida, tener que morir con la cofia puesta un carácter que hubiera merecido como nadie llegar a la cima de Spectra! Pero tengamos esperanzas: la saga Bond continúa, y muchos malvados habrán aún de hacernos estremecer de deleite...       (20-nov-11)

“Adrienn Pal” (2010), de Ágnes Kocsis


Digerir mal la vida también engorda
(Mi comentario a “Adrienn Pal” (2010), de Ágnes Kocsis)

Devastado por el insomnio, hostigado por mil cuitas virulentas, no pude entregarme a esta película –hace mes y medio– con la atención y la concentración que sin duda merecía. Ahora tengo la impresión de haberla contemplado en una suerte de duermevela, e imágenes de la misma me asaltan con los contornos a la vez borrosos e intensos de una alucinación.

Ante todo, la imagen y el sonido de las múltiples pantallas en que la enfermera Adrienn Pal sigue la vacilante evolución de las constantes vitales de los agonizantes que están a su cargo; todas esas fuentes de luz, ese sonido monótono y zumbón (¿el sonido de la vida?), la espalda ancha de la enfermera, que se mueve apenas para alcanzar otra de las golosinas con que engorda su cuerpo y su anodina existencia…

También, al final, la misma sala, el mismo zumbido; pero ahora vemos de frente la cara y los ojos de Adrienn, intuimos una sonrisa, no esperamos ya su mecánico estirarse en pos de otra pieza de bollería. El rostro ha cobrado vida, se ha animado, se ha vuelto de verdad humano.

¿Qué ha sucedido entre ambas imágenes? Muchas cosas, acaso demasiadas (mis juicios sólo pueden ser conjeturales, dada mi lucidez defectuosa durante la proyección). Adrienn ha partido en busca de su antigua amiga de la infancia e, inesperadamente, se ha encontrado a sí misma. La hemos acompañado por casas, por empresas, por talleres, por residencias geriátricas, por villorrios perdidos, en su pesquisa incansable. Otra vez son imágenes las que, sobre todo, me vienen a la cabeza: la gruesa silueta de la obesa enfermera, bien arropada en la mañana invernal, abriéndose paso, y abriendo paso a su ser más íntimo, por perdidas veredas y rehechas barriadas de la Hungría profunda.

Y entre incursión e incursión, la rutina del hospital. Enfermos terminales que fallecen y deben ser conducidos a la morgue, pasillos solitarios y fríos (como lo son exactamente los de la casa de Adrienn y su improbable, insostenible marido), incidencias ramplonas de índole laboral o administrativa, ocasionalmente un destello de contacto o de comprensión o de compañía con el infortunado desecho humano que es el oficio de Adrienn.

La película es lenta, sutil, bien pautada, constante en la persecución de ese “macguffin” que es la amiga buscada y cuya disolución final nos deja frente a, nada menos, un ser humano nuevo en la persona de su tenaz buscadora. Muchas reflexiones acerca de la memoria y de su poder transfigurador del pasado y de uno mismo hubo de haber necesariamente en la mente de los guionistas al escribir esta historia, y mucha finura hay en la joven y sabia mano de la directora Ágnes Kocsis.

Finura, contenido humano, desarrollo profundo de los personajes. En un momento de la película, un personaje llega a otro en una sala de cine. Oímos música trepidante, tensas voces en estéreo, intuimos que uno de esos acelerados "blockbusters" norteamericanos ocupa la pantalla. El recién llegado le pregunta al otro por la película: "¿qué ha pasado?". "Nada", replica el espectador. Exactamente esa nada de la acción al uso, ese vacío espectacular, es lo que Ágnes Kocsis repudia. Su interés, su método, su sabiduría, son diametralmente opuestos: son los del cine como un fabuloso proyecto o una fabulosa herramienta capaz de llegar, más allá del trivial entretenimiento, a la raíz misma de nuestra humanidad.          (19-nov-11)

“Buried” (2010), de Rodrigo Cortés


Para sentirse terriblemente solo, pulse “1”
(Mi comentario a “Buried” (2010), de Rodrigo Cortés)

A menudo soy condescendiente con los pequeños fallos argumentales; después de todo, me digo, el argumento es sólo una parte del guión (y acaso no la principal), que es a su vez sólo una parte (aunque ésta sí la principal) de la película. ¿Pero qué se puede hacer cuando las incoherencias, las imposibilidades, las meteduras de pata y los disparates se acumulan a toda velocidad en hora y media escasa? Uno pierde la compasión y la paciencia, y hasta los nervios.

“Buried”, pese a desarrollarse en el entorno hermético de un seudo-ataúd, tiene más agujeros que un queso de Gruyère. Comentaristas más perspicaces y pacientes que yo los han enumerado minuciosamente. Y la realización misma –no sólo el argumento– es tramposa, inconsistente con sus propias premisas, artificiosa a veces hasta el ridículo.

(Es el problema de intentar lo imposible: que, además de no poder ser, es imposible. Imaginemos, con toda seriedad, una película describiendo los esfuerzos de un fontanero por emerger de una taza de inodoro en la que ha quedado atrapado, o los de un tierno infante escondido en un ropero cuya cerradura acaba de quedar bloqueada, o –un caso mucho más frecuente– la desesperada lucha de un bebé por escapar del buzón de correos en que la providente cigüeña lo ha depositado. Todos esos personajes en esos entornos estrechos, oscuros, infilmables, no son menos grotescos e incompatibles con el lenguaje cinematográfico que el camionero de “Buried” y su aventura subterránea.)

La película es más comprensible y plausible si se la aborda desde otro punto de vista que el convencional (relato de aventuras, de supervivencia, alarde técnico, bla bla bla). Intentando un enfoque inusual, se me ocurre que “Buried” es ante todo una exploración del icono por excelencia de nuestro tiempo, de esa especie de tótem que encarna nuestra pulsión de comunicación y es a la vez el símbolo de todas nuestras frustraciones en ese mismo terreno. Me refiero, claro está, al teléfono móvil.

El mensaje de “Buried” es claro: los móviles no sirven para nada. Y el guionista se recrea en mostrarnos todas las maneras en que el pequeño artefacto suele darnos con la puerta en las narices. Exonerándonos de los modos triviales (falta de cobertura, déficit de saldo, agotamiento de batería), el metraje recorre toda la irritante panoplia de reveses posibles ante el teléfono portátil, ese mínimo corazón de nuestra época: la congelada amabilidad de los contestadores automáticos; el desvío (a veces automatizado) de nuestra llamada; el frecuente malentendido o malencuentro (frecuente por el simple hecho de que no hay, no puede haber, ni una persona no “movilizada”); el uso y abuso burocrático de las líneas que, con fines más personales, nos arriesgamos a ensayar; la perversión comercial o corporativa de ofrecernos como interlocutores a profesionales (con toda su dicción exquisita o su voz amigable) del puro engaño (y a euro por minuto); el contacto forzado, y por tanto inoportuno, y por tanto decepcionante, en el minuto y en el lugar más imposible o más inconveniente (debido al imperativo de estar ubicua e incensantemente conectado); el empleo torticero o cobarde del teléfono como reemplazo del encuentro cara a cara, con tiempo por delante, exclusivo, con la verdad del otro tan abierta y visible como sus ojos; en fin, las mil y una artimañas –dilatorias, sinuosas, mendaces– de los teleoperadores, esos sumos sacerdotes del diós telefonillo.

Naturalmente, al final el protagonista muere, solo y enterrado, desesperadamente separado de aquéllos con quienes tanto ha intentado entrar en relación. Su pecado, que paga con la vida, ha sido haber confiado, en una situación límite como la que vive, más en la "cajita mágica" que en sus propios recursos: su cuchillo o sus uñas, la potencia de su voz, las fuerzas de sus músculos. Ha sido otra víctima sacrificada a la superstición del teléfono móvil y a sus falaces dogmas ("siempre conectado, siempre disponible, siempre cercano"). Descanse en paz, ahora que, más allá de las antenas más remotas, está para siempre fuera de cobertura.       (19-nov-11)

“Contagio” (2011), de Steven Soderbergh


Ningún apocalipsis sin su plan de contigencia
(Mi comentario a “Contagio” (2011), de Steven Soderbergh)

La película no se propone ser interesante, y aunque lo sea no vamos a aplaudirla por ello. Dado el tema de la misma (una infección asesina y terriblemente contagiosa), lo difícil, casi lo imposible, sería no resultar interesante. No, el mérito de la película no radica en su interés sino en su original (en estos tiempos casi podría decirse “experimental”) planteamiento.

Soderbergh hace bandera de un anti-efectismo, una moderación y una falta de espectacularidad que le acreditan de nuevo como autor ocasionalmente (y sabiamente) a contracorriente. No carga nunca las tintas, desdeña la consabida crema sentimental, no se recrea ni lo más mínimo en el dramatismo o el catastrofismo de su argumento. El resultado es sumamente parecido a un reportaje, pero rodado con el pulso y el tino de un buen narrador cinematográfico.

La película repasa, muy objetiva y exhaustivamente, pero también con gran fluidez y nervio, los hitos de una ordalía como el virus asolador propagado por Paltrow. Hitos desde un punto de vista principalmente científico, global, de política sanitaria mundial. Se nos muestran los protocolos, el trabajo de los profesionales sobre el terreno, los laboratorios que son el verdadero campo de batalla contra la enfermedad, el rol ambiguo de la prensa oficial, las implicaciones político-industriales del gran desafío planetario, los espinosos vericuetos que verdad y mentira, provecho y colaboración, siguen en una crisis tal de solidaridad y supervivencia. Actores bien conocidos en crisis tan recientes como las de las sucesivas gripes animales o la de la gripe A (la OMS, las grandes farmacéuticas, los blogueros conspiranoicos, los gobiernos locales) desfilan ante nuestros ojos exhibiendo sus usuales protocolos, métodos, jergas, personajes, recursos, reacciones.

El tratamiento enunciativo, acumulativo, descriptivo, es incompatible, en general, con cualquier demora o profundización en alguna de las muchas implicaciones particulares del reto y el combate sanitario globales. En este sentido, la película, obviamente, pese a su seriedad (en el sentido más noble: contenida, racional, objetiva, informativa), no tiene ni puede tener nada que ver con las obras sobre el mismo tema de un Albert Camus o un Ingmar Bergman. Casi su única concesión, su único vínculo con el caso o el drama individual, es la atención prestada, en varios momentos, a Damon y su familia: pero se trata más de un ensayo (en mi opinión, fallido) de “intrahistorizar” el gran relato del conflicto de la Humanidad contra la infección que de pagar un tributo sentimental a un público ávido de empatizar con seres y tragedias a su propia, modesta escala.

Objetiva, lineal, enumerativa, la crónica de la denodada batalla y victoria del ser humano contra el virus asesino nos inspira –de un modo sorprendente, quizá revelador– ideas no convencionales sobre el significado de pestes y heroísmos en esta aurora de milenio que vivimos. La constatación de la fragilidad humana, la mirada lúcida sobre nuestra vulnerabilidad frente a las embestidas de la más microscópica y rudimentaria de las criaturas, no es nueva ni explícita, y resulta inevitable traer a las mientes los famosos pasajes al respecto de Blas Pascal. Pero sí son novedosas las conjugaciones de mal y de bien en nuestro contexto contemporáneo y ultracientífico.

Por encima de todo llama la atención el burocratismo de todos los procedimientos. Todo ha sido previsto, todo está protocolizado, la resolución de todos los problemas parece una mera cuestión de tiempo y de método. Ningún ser vivo –no importa su tamaño o su virulencia– parece capaz de escapar a la ciencia, nada puede destruir a una humanidad sabia, responsable y unida. En este sentido, la película es una proclama humanista. Y los héroes de esta cruzada contra la infección no son paladines resplandecientes, no hacen discursos pomposos, no convierten en una odisea retórica su espíritu de sacrificio. Son gente como Winslet o como Fishburne, gente que madruga, que va a una oficina, que se aburre en los aeropuertos, que tiene un horario que cumplir, que, en un momento dado, telefonea a su jefe para decir, sin el menor aspaviento, “no puedo seguir, busca a otro” (el sobrecogedor momento en que Winslet se despierta y comprende…), que, en otro momento, incurre en la debilidad de destacar, entre la inmensa pléyade sin rostro de los humanos, a algún rostro más cercano a su corazón que a su deber… Estos son los héroes de este tiempo de super-computadoras y super-laboratorios, de burocratización absoluta, de hipertrofia procedimental, de rozagante y ubicua institucionalización. Investigadores de bata blanca, policías, médicos de hospital o de gerencia, burócratas transfronterizos, informáticos de la biología, gestores e informadores de catástrofes… Héroes de barro, héroes de oficina, héroes grises. Y –me atrevo a decir– también en este sentido la película es una proclama humanista, aunque sea, ciertamente, de un modo oblicuo, prosaico, burocrático, lacónico, terrenal: en una palabra, de un modo realista.    (17-nov-11)

1 nov 2011

"La deuda" (2011), de John Madden


En las deudas del Sr. Pasado, el Sr. Futuro se subroga gustoso
(Mi comentario a "La deuda" (2011), de John Madden)

Tres agentes secretos encerrados en un piso berlinés con el hombre que han secuestrado. Diferentes caracteres, diferentes ambiciones, diferentes interacciones, entre los dos hombres y la mujer que retienen al prisionero. Ella no puede en absoluto salir al exterior, ellos sólo con grandes precauciones. Hay un sentimiento angustioso de estar sitiado, contando los días hasta la dificultosa liberación o el desastre definitivo. Presos en sí mismos, los jóvenes son víctimas fáciles de su ansiedad, de su fatiga, de su desamparo: se buscan, se enamoran, se traicionan. También intramuros, el inteligente y perverso rehén, sabedor de su intangibilidad, obra sutil y pertinazmente por el enrarecimiento y la exasperación aún mayor de sus captores. La claustrofobia, la neurosis, la congoja, la desesperanza, alcanzan día a día cotas más insoportables.

Esta simple escenografía, estos cuatro caracteres encerrados con su víctima en el reducido espacio de un apartamento, hubiera sin duda dado lugar, en las manos de un Polanski, a una obra magistral (como “La muerte y la doncella”). Por desgracia, en la película de Madden el momento berlinés no es sino el centro de un marco más amplio que no está a la altura de ese intensísimo núcleo.

Hay un prólogo dirigido a mostrarnos la verdad oficial de la historia, tal como ha sido consolidada por la memoria y la hagiografía tramposas del personaje de Mirren. Y hay un epílogo dirigido a cerrar el círculo berlinés y a restaurar el orden moral a las vidas y al relato. Pero si el prólogo es funcional y eficaz, el epílogo es artificioso e inverosímil, y malogra en parte la impresión general de la película. Dicho un poco crípticamente (para no revelar nada concreto), de los dos finales el segundo sobra o debería ser completamente distinto.

Mejor volvemos al episodio berlinés y a su magnífica tensión y ambientación. Nos trae a la memoria viejas películas o novelas de espías de los años setenta. Esos relatos ligeramente fríos o desabridos, llevados con parsimonia, oblicuamente psicológicos, parcos en los momentos de violencia que hoy llamaríamos “de acción”, constantes en su querencia por Alemania Oriental, atraídos entre rutinaria y viciosamente por las estaciones de trenes, las aduanas, las embajadas de segunda, las avenidas suburbanas, no desdeñosos de situar sus clímax en una oficina, en un archivador, en un expediente amarillento o una fotografía desvaída. (Esos relatos cuyo autor paradigmático sería, claro está, John Le Carré.)

Finalmente, un apunte para decir que ni siquiera en el episodio berlinés todo es redondo. Desde el punto de vista de la personalidad, el personaje de Worthington es, a mi juicio, incoherente. Un “puro”, un incorruptible como él, nunca hubiera aceptado, ni siquiera por malentendido patriotismo, el compromiso sugerido por el arribista y aprobado por la acomodaticia. Asimismo, sus oscilaciones entre fortaleza y debilidad hacen de él un carácter no más complejo sino –siempre en mi opinión– más implausible.     (1-nov-11)

"Agente 007 contra el doctor No" (1962), de Terence Young

¿Acaso no es también la Úrsula, como la Medusa o la Quimera, un ser mitológico?
(Mi comentario a "Agente 007 contra el doctor No" (1962), de Terence Young)

Especialmente memorable en esta película es la creación –o al menos la perfecta descripción– de un ser mitológico que la escultural Ursula Andress encarna con una fuerza y un brillo icónicos, deslumbrantes, inmarcesibles. Ese ser mitológico no es otro que la Rubia Tonta, ese ente imposible y fascinante, ese híbrido entre Quimera y Medusa, esa anti-Esfinge incorporada aquí en una desubicada Venus que brota de entre las caribeñas espumas.

Se trata, como he dicho, de un ser mitológico, de la creación caprichosa de una mente (o muchas mentes) delirante de irrealidad. El personaje –que atiende al nombre, aún más imposible, de Jinete de Miel o, diríamos, de Meliflúa Cabalgadora– es un compendio de inverosimilitudes, pero de tantas que su poder es, sencillamente, hipnótico.

Hija de papá zoólogo marino, ella es, o se define, como bióloga. Y ello, pese a no haber seguido nunca una educación reglada. Pero ella no la necesita: es una científica de campo, una recolectora de conchas, una pescadora de perlas, una perla preciosa ella misma. Una científica analfabeta, un quitahipos oxímoron no de bata y microscopio, sino de bikini y cuchillo: ¡claro que un ser así es y tiene que ser irreal!

No del todo analfabeta. Ella lee tranquilamente, sin prisa pero sin pausa, una enciclopedia. He ahí la fuente confesada de su sabiduría. Obviamente, nadie de verdad cree que uno adquiere formación (o vocabulario) leyendo una enciclopedia (o un diccionario) desde la página uno. Y la prueba es que la misma Jinetera Melosa, pese a llegar a la T en su Enciclopedia, pasa por delante del retrato del Duque de Wellington, de Goya (con G), sin mostrar ni el menor asomo de interés: el cuadro, sencillamente, no le dice nada.

Y sin embargo ese cuadro, en 1962, era el tema de todas las conversaciones, al menos en el mundo anglosajón. Pero es obvio que la bióloga-filósofa no lee periódicos; tanto como que en su vida social las obras de arte no ocupan un lugar precisamente preeminente (a diferencia, con toda probabilidad, de las conchas y otros fenómenos naturales…). Otra confirmación de que estamos tratando con un ser irreal de los pies a la cabeza.

El Duque de Wellington le resbala, como agua de lluvia, a la Dulzona Montadora, porque lo de la enciclopedia no es más que una pose (algo para dejar caer, con impostada naturalidad, en la primera cita), porque ella pasa de la actualidad, porque ella no habla de cuadros. Frente a un ser así, tan rotundamente imposible, tan francamente inconcebible de encontrar en la vida real, tenemos al muy plausible James Bond –sin duda retoño mimado de Eton y Oxford– que, por supuesto, sí se detiene un segundo ante la pieza de Goya. Él, 007, sí que sabe…

La presencia del cuadro en la guarida del Doctor No, en ese bastión paradisíaco de Cayo Cangrejo, diluye en el acto –digámoslo de paso– cualquier antipatía o inquina que el sigiloso y avieso germanochino hubiera podido inspirarnos hasta ese momento. Basta leer el asombroso relato del robo (en 1961) y la recuperación (en 1965) del espléndido retrato goyesco para comprender que el probo y obstinado ladrón sólo pudo cedérselo al Doctor No a cambio de su contribución pecuniaria a la noble causa de la televisión gratuita para los jubilados británicos, lo que de inmediato eleva al Doctor No a las alturas de la filantropía en pro de la clase provecta –respecto a las alturas de su villanía astronáutica, pelillos a la mar–.

Pero hablábamos de la señorita Cabalga Dulce, de sus dimensiones míticas (sus dimensiones como personaje, quiero decir, ejem, ejem) y de las muchas pruebas de su absoluta imposibilidad en la vida real. Una más viene de su larga experiencia como recolectora de muestras en el trópico, compatible, a lo que se ve, con su hábito de vadear tropicales corrientes de agua y deambular por rozagantes manglares con las piernas bien descubiertas. Cierto que, tratándose de un ser mítico, los mosquitos, sanguijuelas y demás molestos pobladores de esos hábitats podrían de consuno juramentarse para respetar extremidades tan gloriosas como las suyas, pero más verosímil parece pensar que ella misma insiste en mostrarnos, con detalles como éste, su naturaleza de total entelequia.

Los detalles son, en verdad, inagotables. Es una científica práctica, una investigadora de campo, una bióloga por herencia y por vocación. Y sin embargo no tiene rebozo en repetir las monsergas supersticiosas del rústico edecán acerca del “dragón” que escupe fuego, bla bla bla. O sea, mucho pragmatismo y mucha ciencia, pero a la mínima ocasión, rollo esotérico y mistérico y estratosférico. ¡Y ello viniendo de una practicante de la ciencia observacional, de alguien que declara haber visto cosas maravillosas (las consabidas salvajadas de las mantis o los escorpiones) y que, por tanto, debería tener la vista bien aguzada para las puras y burdas supercherías! Una vez más, y será la última (aunque prometo que podría continuar con la enumeración), se confirma mi “leitmotiv”: que ese ser mitológico llamado la Rubia Tonta –al menos en su versión “Cabalgamiel la bióloga”– es imposible de encontrar, y casi de imaginar, en la vida real de todos los días.     (30-oct-11)