20 nov 2011

“Contagio” (2011), de Steven Soderbergh


Ningún apocalipsis sin su plan de contigencia
(Mi comentario a “Contagio” (2011), de Steven Soderbergh)

La película no se propone ser interesante, y aunque lo sea no vamos a aplaudirla por ello. Dado el tema de la misma (una infección asesina y terriblemente contagiosa), lo difícil, casi lo imposible, sería no resultar interesante. No, el mérito de la película no radica en su interés sino en su original (en estos tiempos casi podría decirse “experimental”) planteamiento.

Soderbergh hace bandera de un anti-efectismo, una moderación y una falta de espectacularidad que le acreditan de nuevo como autor ocasionalmente (y sabiamente) a contracorriente. No carga nunca las tintas, desdeña la consabida crema sentimental, no se recrea ni lo más mínimo en el dramatismo o el catastrofismo de su argumento. El resultado es sumamente parecido a un reportaje, pero rodado con el pulso y el tino de un buen narrador cinematográfico.

La película repasa, muy objetiva y exhaustivamente, pero también con gran fluidez y nervio, los hitos de una ordalía como el virus asolador propagado por Paltrow. Hitos desde un punto de vista principalmente científico, global, de política sanitaria mundial. Se nos muestran los protocolos, el trabajo de los profesionales sobre el terreno, los laboratorios que son el verdadero campo de batalla contra la enfermedad, el rol ambiguo de la prensa oficial, las implicaciones político-industriales del gran desafío planetario, los espinosos vericuetos que verdad y mentira, provecho y colaboración, siguen en una crisis tal de solidaridad y supervivencia. Actores bien conocidos en crisis tan recientes como las de las sucesivas gripes animales o la de la gripe A (la OMS, las grandes farmacéuticas, los blogueros conspiranoicos, los gobiernos locales) desfilan ante nuestros ojos exhibiendo sus usuales protocolos, métodos, jergas, personajes, recursos, reacciones.

El tratamiento enunciativo, acumulativo, descriptivo, es incompatible, en general, con cualquier demora o profundización en alguna de las muchas implicaciones particulares del reto y el combate sanitario globales. En este sentido, la película, obviamente, pese a su seriedad (en el sentido más noble: contenida, racional, objetiva, informativa), no tiene ni puede tener nada que ver con las obras sobre el mismo tema de un Albert Camus o un Ingmar Bergman. Casi su única concesión, su único vínculo con el caso o el drama individual, es la atención prestada, en varios momentos, a Damon y su familia: pero se trata más de un ensayo (en mi opinión, fallido) de “intrahistorizar” el gran relato del conflicto de la Humanidad contra la infección que de pagar un tributo sentimental a un público ávido de empatizar con seres y tragedias a su propia, modesta escala.

Objetiva, lineal, enumerativa, la crónica de la denodada batalla y victoria del ser humano contra el virus asesino nos inspira –de un modo sorprendente, quizá revelador– ideas no convencionales sobre el significado de pestes y heroísmos en esta aurora de milenio que vivimos. La constatación de la fragilidad humana, la mirada lúcida sobre nuestra vulnerabilidad frente a las embestidas de la más microscópica y rudimentaria de las criaturas, no es nueva ni explícita, y resulta inevitable traer a las mientes los famosos pasajes al respecto de Blas Pascal. Pero sí son novedosas las conjugaciones de mal y de bien en nuestro contexto contemporáneo y ultracientífico.

Por encima de todo llama la atención el burocratismo de todos los procedimientos. Todo ha sido previsto, todo está protocolizado, la resolución de todos los problemas parece una mera cuestión de tiempo y de método. Ningún ser vivo –no importa su tamaño o su virulencia– parece capaz de escapar a la ciencia, nada puede destruir a una humanidad sabia, responsable y unida. En este sentido, la película es una proclama humanista. Y los héroes de esta cruzada contra la infección no son paladines resplandecientes, no hacen discursos pomposos, no convierten en una odisea retórica su espíritu de sacrificio. Son gente como Winslet o como Fishburne, gente que madruga, que va a una oficina, que se aburre en los aeropuertos, que tiene un horario que cumplir, que, en un momento dado, telefonea a su jefe para decir, sin el menor aspaviento, “no puedo seguir, busca a otro” (el sobrecogedor momento en que Winslet se despierta y comprende…), que, en otro momento, incurre en la debilidad de destacar, entre la inmensa pléyade sin rostro de los humanos, a algún rostro más cercano a su corazón que a su deber… Estos son los héroes de este tiempo de super-computadoras y super-laboratorios, de burocratización absoluta, de hipertrofia procedimental, de rozagante y ubicua institucionalización. Investigadores de bata blanca, policías, médicos de hospital o de gerencia, burócratas transfronterizos, informáticos de la biología, gestores e informadores de catástrofes… Héroes de barro, héroes de oficina, héroes grises. Y –me atrevo a decir– también en este sentido la película es una proclama humanista, aunque sea, ciertamente, de un modo oblicuo, prosaico, burocrático, lacónico, terrenal: en una palabra, de un modo realista.    (17-nov-11)

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