20 nov 2011

“Adrienn Pal” (2010), de Ágnes Kocsis


Digerir mal la vida también engorda
(Mi comentario a “Adrienn Pal” (2010), de Ágnes Kocsis)

Devastado por el insomnio, hostigado por mil cuitas virulentas, no pude entregarme a esta película –hace mes y medio– con la atención y la concentración que sin duda merecía. Ahora tengo la impresión de haberla contemplado en una suerte de duermevela, e imágenes de la misma me asaltan con los contornos a la vez borrosos e intensos de una alucinación.

Ante todo, la imagen y el sonido de las múltiples pantallas en que la enfermera Adrienn Pal sigue la vacilante evolución de las constantes vitales de los agonizantes que están a su cargo; todas esas fuentes de luz, ese sonido monótono y zumbón (¿el sonido de la vida?), la espalda ancha de la enfermera, que se mueve apenas para alcanzar otra de las golosinas con que engorda su cuerpo y su anodina existencia…

También, al final, la misma sala, el mismo zumbido; pero ahora vemos de frente la cara y los ojos de Adrienn, intuimos una sonrisa, no esperamos ya su mecánico estirarse en pos de otra pieza de bollería. El rostro ha cobrado vida, se ha animado, se ha vuelto de verdad humano.

¿Qué ha sucedido entre ambas imágenes? Muchas cosas, acaso demasiadas (mis juicios sólo pueden ser conjeturales, dada mi lucidez defectuosa durante la proyección). Adrienn ha partido en busca de su antigua amiga de la infancia e, inesperadamente, se ha encontrado a sí misma. La hemos acompañado por casas, por empresas, por talleres, por residencias geriátricas, por villorrios perdidos, en su pesquisa incansable. Otra vez son imágenes las que, sobre todo, me vienen a la cabeza: la gruesa silueta de la obesa enfermera, bien arropada en la mañana invernal, abriéndose paso, y abriendo paso a su ser más íntimo, por perdidas veredas y rehechas barriadas de la Hungría profunda.

Y entre incursión e incursión, la rutina del hospital. Enfermos terminales que fallecen y deben ser conducidos a la morgue, pasillos solitarios y fríos (como lo son exactamente los de la casa de Adrienn y su improbable, insostenible marido), incidencias ramplonas de índole laboral o administrativa, ocasionalmente un destello de contacto o de comprensión o de compañía con el infortunado desecho humano que es el oficio de Adrienn.

La película es lenta, sutil, bien pautada, constante en la persecución de ese “macguffin” que es la amiga buscada y cuya disolución final nos deja frente a, nada menos, un ser humano nuevo en la persona de su tenaz buscadora. Muchas reflexiones acerca de la memoria y de su poder transfigurador del pasado y de uno mismo hubo de haber necesariamente en la mente de los guionistas al escribir esta historia, y mucha finura hay en la joven y sabia mano de la directora Ágnes Kocsis.

Finura, contenido humano, desarrollo profundo de los personajes. En un momento de la película, un personaje llega a otro en una sala de cine. Oímos música trepidante, tensas voces en estéreo, intuimos que uno de esos acelerados "blockbusters" norteamericanos ocupa la pantalla. El recién llegado le pregunta al otro por la película: "¿qué ha pasado?". "Nada", replica el espectador. Exactamente esa nada de la acción al uso, ese vacío espectacular, es lo que Ágnes Kocsis repudia. Su interés, su método, su sabiduría, son diametralmente opuestos: son los del cine como un fabuloso proyecto o una fabulosa herramienta capaz de llegar, más allá del trivial entretenimiento, a la raíz misma de nuestra humanidad.          (19-nov-11)

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