20 nov 2011

“Desde Rusia con amor” (1963), de Terence Young


Los Cuatro Jinetes de la poca psiquis
(Mi comentario a “Desde Rusia con amor” (1963), de Terence Young)

Aunque no tengo en mente todos los episodios de la saga 007, dudo mucho que haya otro que congregue tantos y tan característicos malvados como “Desde Rusia con amor”. Esta segunda entrega de las aventuras de Bond nos regala un cuarteto impagable, Cuatro Jinetes del Apocalipsis que, dada su obstinada torpeza y falta de perspicacia, más podrían calificarse de cuatro jumentos de la poca psiquis.

Uno de ellos es un ajedrecista checoslovaco, de aquellos tiempos en que las finales mundiales de ajedrez entre un soviético y un occidental llevaban la Guerra Fría a extremos de enconada estilización (el paradigma de ellas fue, claro está, el duelo Fischer-Spassky en Reykjiavik 1972). Este Jinete, competitivo y fogoso, encarna la Guerra, pródiga en estrategias, en maniobras, en cálculos tácticos y posicionales. Combatiente de tablero, después de todo, es comprensible que el ajedrecista acabe culpando del fracaso de su plan magistral a la mala calidad de las piezas elegidas para llevarlo a cabo. Y, aunque no le falte razón, ¿quién la mandaba a él meterse en esa rara ONG llamada Spectra, cuando tenía a todo el Comecon comiéndole en la mano? ¡Ya lo decía la abuela, mejor apacibles ajedrecistas canadienses de rebeca y mesa camilla que renegados semi o seudo-psicópatas!

Por ejemplo, el asesino profesional (y vocacional) encarnado por Shaw (ese malo habitual de los años 60 al que, sin embargo, le faltó clase para ser alguna vez el Super-Villano en alguna de las pelis de Bond). Se trata del Jinete que representa, es obvio, la Muerte. No es más que un peón, un sicario, un repartidor de muerte a domicilio. No podemos esperar de él una gran brillantez intelectual, de modo que, claro, se deja llevar por su arrogancia para entrar en amena conversación con un Bond al que tiene a su merced, en vez de descerrajarle dos tiros sin más florituras. El resultado es previsible: acaba hecho un cromo en un vagón del Orient Express, con un cable metálico bien ceñido a su cuello de toro tonto.

El jefe máximo de este dúo es un tipo del que sólo oímos la voz y vemos las manos acariciando a un mimoso gato. Tras la muy llorada pérdida del Doctor No en la primera entrega de la serie, este sujeto sin rostro parece un razonable sustituto. Sin embargo, es, como Shaw, demasiado chulo, y no se recata de elucidar en alta voz sus usos en tanto que gestor de personal –los mismos que como CEO del caos planetario, por cierto–  (consistentes, en esencia, en enfrentar entre sí tanto a sus empleados como a las grandes potencias). Esta querencia por el encizañamiento a diestro y siniestro le convierte en un digno Jinete de la Peste. Además, tengo para mí que la verdadera razón por la cual no vemos su rostro es, sencillamente, que éste se encuentra tachonado de repulsivas pústulas (o acaso de horribles arañazos, resultado de una juventud dilapidada entre gatos ora acariciados ora enfrentados a muerte).

Y por fin está el personaje supremo de la película, una malvada sin parangón. Se trata de la casi anciana coronela soviética que ha desertado a las filas más cálidas de Spectra, y que ejerce ahora, en la simpática ONG, de directora del departamento de selección de cuerpos fornidos y/o seductores. La tripa de Shaw le parece bastante dura y la rodilla de Bianchi bastante blanda para sus propósitos a esta frígida con un puntito de tortillera. Como lleva el uniforme como si fuera una armadura, verla al final en guisa de mucama es todo un sobresalto (de los mayores de la película). Atacada de la enfermedad común de devenir súbitamente locuaz frente a un encañonado, derrotado Bond, termina (previsiblemente) por los suelos que acaba de fregotear. Ni que decir tiene que esta vieja reseca como un sarmiento, jerarca prófuga de la imperial URSS ejerciendo de peón tembloroso en la espectral Spectra por el solo motivo de palpar carne fresca del mundo libre, encarna a la perfección la figura del Jinete del Hambre. Y también –el personaje es inagotable– a la arpía (esa voz estridente e imperiosa, de acento áspero –al menos en la versión original subtitulada–) y al escorpión (esos zapatos de puntas metálicas envenenadas) y a la serpiente (ese enroscarse lento, húmedo, ominoso, en torno a Bianchi en la entrevista de Estambul)... ¡Qué injusta la vida, tener que morir con la cofia puesta un carácter que hubiera merecido como nadie llegar a la cima de Spectra! Pero tengamos esperanzas: la saga Bond continúa, y muchos malvados habrán aún de hacernos estremecer de deleite...       (20-nov-11)

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