27 nov 2011

“La buena estrella” (1996), de Ricardo Franco


El gallina de los huevos de oro
(Mi comentario a “La buena estrella” (1996), de Ricardo Franco)

El ingrediente mágico, la receta de la cocacola de muchos éxitos del cine español contemporáneo, tiene más de íntimo que de secreto. Es esencial, imprescindible, mano de santo en taquilla y en gacetilla, una buena desviación sexual (desviación al menos estadística): puede ser la promiscuidad, la homosexualidad bien o mal llevada, el transexualismo, el sadismo, la zoofilia con aves o con reptiles, etc. Hay que añadir a esta masa unas gotitas de humor o de piedad, quizá un chorrito de Weltanschauung de andar por casa, y sobre todo las jetas familiares de algunos de esos caricatos a los que nuestra molicie sofástica postcena y la proliferación fungosa de cadenas (de TV, me refiero) han erigido al estrellato patrio. Todo esto puede conjugarse bien “a lo divino”, o sea, en tonos dramáticos, apelando a nuestras vísceras, o a nuestros lacrimales, o a nuestra conciencia, en bella reviviscencia carpetovetónica de realismos ya caducos, o bien “a lo profano”, interpelando más bien a nuestros huesos de la risa, o a las indesmayables sinhuesos, o a nuestros ijares más cosquillosos. La cosecha de ditirambos, goyas y papanatas-pagafantas está en uno y otro caso asegurada.

El único problema es que conocer la receta no garantiza que el plato sea apetitoso. Se puede querer hacer reír, e inspirar vergüenza ajena; se puede querer hacer llorar, y despertar las carcajadas. Que yo quiera escribir “Hamlet” no significa que pueda. Que yo acumule en una película desgracias, situaciones críticas, sentimientos a granel, interacciones desmesuradamente trágicas, etc., etc. no me garantiza que el resultado sea un drama al menos mediocre.

Pongamos por caso “La buena estrella”. Como no se puede hacer una buena tortilla dramática sin romper los huevos (muchos huevos, si es posible) –han decidido los guionistas–, pues rompamos los huevos. Esta es la piedra angular del guión, el punto de apoyo, el ingrediente mágico al que antes me refería. Un poquito de todo lo demás, y ya tenemos la gallina de los huevos de oro poniendo redondas críticas y picudos “cabezones” en las manos de los despabilados autores, poco necesitados (gracias a su perspicacia) de ninguna “buena estrella”. Nunca hubo mejor pollada de menos huevos.

¿La pega? Que la receta es demasiado fácil, que el drama termina siendo mediocre, que las intenciones no bastan. En “La buena estrella” la película falla por la base, es decir, por el guión. Y el guión falla por los personajes, que son una antología de seres imposibles (y falla también, aunque en menor medida, por los diálogos). Las situaciones, los caracteres, las evoluciones, son todas inverosímiles y en ocasiones disparatadas. Ignoro si Franco y González Sinde han leído algo, pero al menos podrían tener un poco de perspicacia psicológica: las cosas, la gente, sencillamente, no funcionan así.

No me mancharé las manos con nimiedades obvias. Sólo algunos detalles: la Verdú dice que quiere a los dos, a Resines y a Mollá. Pero cualquiera comprende que esa afirmación es ridícula: amar-amar se ama a una persona, y cuando se la ama, y mientras se la ama. Resines, que no es un cobarde ni un consentidor, acaso toleraría, por santurrón o por buenazo, los abusos de Mollá, pero el buen-rollete, el “vente a la carnicería a ayudar”, el “vamos de cañas”, es sencillamente delirante. Mollá, el mejor personaje, es un indeseable integral (que, sin duda, los guionistas nunca han tenido de vecino), un indeseable chocantemente convertido, velis nolis, en una pobre víctima a la que, muerta “en olor de santidad”, hay que terminar llorando. ¡Ah, qué carrera hubiera González Sinde podido hacer en el teatro del absurdo!

La empanada emocional-ideológica es considerable: una empanadilla recalentada y salpimentada de especias (lo digo por lo especiosa). Tenemos la consabida, comprensiva explicación socio-tontorrona de Mollá por la Verdú (ya se sabe, “mató a quince personas, pero lo hizo porque tuvo una infancia difícil”): esa explicación que quiere salvar a la persona, pero sólo sabe hacerlo negándola. Está también el discursito, bien estructurado y algo prolijo, del agonizante Mollá, sentando cátedra como quien no quiere la cosa sobre bagatelas como la existencia de la divinidad o la responsabilidad individual; un discurso, claro está, sin otra función que tirar a la hez de la platea cuatro cacahuetes para que rumien. Y de remate tenemos la montaña rusa emocional (ahora estoy encoñada, ahora soy ama de casa, diez años después me encoño de nuevo del mismo desecho humano, ahora dejo atrás por él a mi hija y a mi marido, etc.) que termina de marearnos y de rematarnos, cuando pretende justo lo contrario; un tobogán emocional que nos deja sentados de una culada sobre una simple, despectiva pregunta: “¿pero qué milongas me estáis contando, Franco y González Sinde?”.

Este plato abigarrado y bastante indigesto se benefició, para terminar de dorar el huevo, de un babeo generalizado que recuerdo perfectamente (y que ahora me parece francamente inverosímil). Se oyeron y leyeron alabanzas desmesuradas acerca de esta película, en lo que sólo pudo ser una campaña bien planeada y realizada por la Gente al Mando. Con ella las huestes del buenismo social, de la banalidad humana, de la superchería artística, lanzaban sobre el tablero patrio un producto que quince años después nos decepciona y nos repele como un huevo huero.        (23-nov-11)

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