1 nov 2011

"La deuda" (2011), de John Madden


En las deudas del Sr. Pasado, el Sr. Futuro se subroga gustoso
(Mi comentario a "La deuda" (2011), de John Madden)

Tres agentes secretos encerrados en un piso berlinés con el hombre que han secuestrado. Diferentes caracteres, diferentes ambiciones, diferentes interacciones, entre los dos hombres y la mujer que retienen al prisionero. Ella no puede en absoluto salir al exterior, ellos sólo con grandes precauciones. Hay un sentimiento angustioso de estar sitiado, contando los días hasta la dificultosa liberación o el desastre definitivo. Presos en sí mismos, los jóvenes son víctimas fáciles de su ansiedad, de su fatiga, de su desamparo: se buscan, se enamoran, se traicionan. También intramuros, el inteligente y perverso rehén, sabedor de su intangibilidad, obra sutil y pertinazmente por el enrarecimiento y la exasperación aún mayor de sus captores. La claustrofobia, la neurosis, la congoja, la desesperanza, alcanzan día a día cotas más insoportables.

Esta simple escenografía, estos cuatro caracteres encerrados con su víctima en el reducido espacio de un apartamento, hubiera sin duda dado lugar, en las manos de un Polanski, a una obra magistral (como “La muerte y la doncella”). Por desgracia, en la película de Madden el momento berlinés no es sino el centro de un marco más amplio que no está a la altura de ese intensísimo núcleo.

Hay un prólogo dirigido a mostrarnos la verdad oficial de la historia, tal como ha sido consolidada por la memoria y la hagiografía tramposas del personaje de Mirren. Y hay un epílogo dirigido a cerrar el círculo berlinés y a restaurar el orden moral a las vidas y al relato. Pero si el prólogo es funcional y eficaz, el epílogo es artificioso e inverosímil, y malogra en parte la impresión general de la película. Dicho un poco crípticamente (para no revelar nada concreto), de los dos finales el segundo sobra o debería ser completamente distinto.

Mejor volvemos al episodio berlinés y a su magnífica tensión y ambientación. Nos trae a la memoria viejas películas o novelas de espías de los años setenta. Esos relatos ligeramente fríos o desabridos, llevados con parsimonia, oblicuamente psicológicos, parcos en los momentos de violencia que hoy llamaríamos “de acción”, constantes en su querencia por Alemania Oriental, atraídos entre rutinaria y viciosamente por las estaciones de trenes, las aduanas, las embajadas de segunda, las avenidas suburbanas, no desdeñosos de situar sus clímax en una oficina, en un archivador, en un expediente amarillento o una fotografía desvaída. (Esos relatos cuyo autor paradigmático sería, claro está, John Le Carré.)

Finalmente, un apunte para decir que ni siquiera en el episodio berlinés todo es redondo. Desde el punto de vista de la personalidad, el personaje de Worthington es, a mi juicio, incoherente. Un “puro”, un incorruptible como él, nunca hubiera aceptado, ni siquiera por malentendido patriotismo, el compromiso sugerido por el arribista y aprobado por la acomodaticia. Asimismo, sus oscilaciones entre fortaleza y debilidad hacen de él un carácter no más complejo sino –siempre en mi opinión– más implausible.     (1-nov-11)

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