29 nov 2011

“Los intocables de Eliot Ness” (1987), de Brian de Palma


Capricho, pesadilla, historia, leyenda: los Estados Unidos de nuestro corazón
(Mi comentario a “Los intocables de Eliot Ness” (1987) de Brian de Palma)

Un tipo tiene un capricho. Ese capricho se convierte en su pesadilla o en la de otros. La pesadilla pasa a ser historia. La historia se transforma en leyenda. Y nace el cine norteamericano.

El consabido baldón de inexactitud con que degradamos a las películas históricas californianas denota sólo nuestra incomprensión o nuestra ignorancia de ese lenguaje llamado “cine de los Estados Unidos”. Los hechos no son verdad, no son mentira, son espectáculo, son relato puro, son mitos prêt-à-porter, son nanas o consejas, son cuentos que nos congregan en torno al fuego electrónico con el mismo arrobo –tan consustancial, tan humano– del primer oyente ante el primer fantaseador, antaño, en la remota cueva veteada de trémulas sombras por las llamas del primer hogar.

La distancia entre lo contado y lo real, el abismo (deliberado o no, simplemente natural) entre la ficción y la historia, entre lo imaginativo y lo académico, sólo merecería acerba censura si la recreación cinematográfica se postulase como relato verídico, documental, con la presunción de reemplazar y derogar la historia auténtica. Pero esto no sucede nunca: las películas son sobre… o se basan en… pero nunca van tan allá de sí mismas (¿para qué?: ni lo necesitan ni les conviene) como para pretender que son lo que no son (otra cosa son las expectativas –fruto de la incomprensión, como he dicho– de los más o menos sesudos o académicos espectadores). Igualmente, estarían bien justificados nuestros ceños fruncidos ante los anacronismos o distorsiones detectados si los cineastas obraran de modo más fidedigno o respetuoso hacia la verdad histórica con su propia historia nacional. Pero este no es ni mucho menos el caso: bien al contrario, es la propia historia norteamericana la primera y principal sujeta a las decididas manipulaciones del fabulista, del cómico, del aedo.

¿Quiénes eran Al Capone y Eliot Ness, esos dos santos del inagotable panteón estadounidense? Esa ironía, esa simpatía un poco repulsiva de Robert de Niro, esa sobriedad y espíritu familiar de Kevin Costner, esa estatura adulta, acabada, definitiva, con que los dos nos apabullan, esa lucha titánica a vida o muerte entre los dos colosos, ¿son realmente fieles, más allá de los grandes, vagos rasgos, a la espiral de violencia desatada por la aprobación de la Volstead Act, o Ley Seca? La película, por si fuera necesario, tiene la honestidad de aseverar nítidamente, en los títulos de crédito, lo ficticio de sus caracteres y situaciones.

Y hace bien, porque en realidad Capone era poco más que un chaval cuando estaba en la cima de su poder: tenía 26 años en 1925, cuando su imposición en Chicago, y 32 en 1931, cuando su caída. No era simpático, no tenía la gracia de De Niro: fue desde siempre un matón, un pandillero violento, a los 18 años ya acumulaba varios asesinatos. Ness era aún más joven (28 años a la caída de Capone), y no era un policía vocacional, sino un economista un poco chupatintas enrolado en las fuerzas del orden un poco casualmente. Los negocios de Capone en Chicago se vieron dañados por Ness y su equipo (que acabó siendo de nueve personas, no de tres), pero no fue Ness quien, invocando la legislación fiscal, acabó con su carrera. Por otra parte, Ness no era el joven patriarca que Costner representa: por entonces no tenía hijos (adoptaría uno en 1946) y se casaría con su primera esposa (tuvo tres) sólo en 1929. Y no hay que llamarse tampoco a engaño respecto a esa semi-santidad del personaje: hasta su muerte en 1957, Ness pasaría por el calvario del alcoholismo (sí, él), por un dudoso accidente de tráfico, por accesos de fantasioso de bar que se recreaba en (y re-creaba) sus viejas glorias.

Paladines ambos, Capone y Ness, de la Ley Seca, nos mueven a considerar un segundo el verdadero sentido de ésta. ¿La Ley Seca (o Volstead Act, o decimooctava enmienda de la constitución norteamericana) tenía como objeto reducir el alcoholismo o la criminalidad, acaso para fomentar (o no dañar) la productividad industrial? Por un momento puede que esos motivos a alguien le parecieran plausibles, pero, vista en la perspectiva de la historia cultural (y mítica, ¿por qué no decirlo?) de los EE.UU., parece ya evidente que la Ley Seca no tuvo otro propósito que dar una atmósfera, unos cuantos mitos y muchos argumentos a los artistas de las películas. Si, según el aserto de Oscar Wilde, la Naturaleza imita al Arte (de lo que hay pruebas más que suficientes, comenzando por las ofrecidas por el propio Wilde en el mismo pasaje del sublime “La decadencia de la mentira”), ¿por qué no había la Historia de servir al Cine?

Volvamos al punto de partida, y demos un paso más allá. Una nación que ha hecho de la historia (la pesadilla que culmina un capricho y luego se coagula) carne de leyenda, o sea, de cine, una nación que ha llegado a exaltar a “la fábrica de sueños” al rango de mayor o más genuina industria nacional, ¿no habría de verse tentada a tener historia para tener cine? A la luz de esta ocurrencia inspirada por el donaire del gran Oscar, la historia entera de los EE.UU. (el idílico Mayflower y la convulsa Wall Street, la guerra civil y las mundiales, Lincoln y JFK, el salvaje Oeste y el profundo Sur, las incursiones en Nicaragua y en las estrellas) nos parece elaborada, como el Halcón Maltés, con el material de que están hechos los sueños.      (28-nov-11)

No hay comentarios:

Publicar un comentario