3 feb 2013

“John Rabe” (2009), de Florian Gallenberger


Mis notas a "John Rabe" (2009), de Florian Gallenberger



He aquí una historia que, por verídica y por ejemplar, tenía que ser contada. Pues es deplorable que la atroz Masacre de Nankín no haya recibido, al menos en Occidente, la atención cinematográfica que, no menos merecidamente, ha originado, por ejemplo, tantas películas sobre (o situadas en) los campos de exterminio en Europa Oriental.

Que yo sepa, sólo la china “Ciudad de vida y muerte”, de entre las películas que han llegado a las salas de cine europeas, se ha ocupado de la Masacre.

La Masacre de Nankín tuvo lugar en un período muy concreto y concentrado de la Historia: diciembre de 1937 (creo que la Zona de Seguridad duró hasta febrero de 1938, pero aún no he podido leer nada extensamente sobre aquellos acontecimientos); el contexto es muy conocido (la invasión japonesa de China), y las cifras, espeluznantes (300.000 muertos, una de las mayores carnicerías de la historia; según la película, la Zona de Seguridad dirigida por John Rabe dio amparo hasta a unas 200.000 personas).

La concentración de los hechos se refleja en la película, punteada de extractos del diario de Rabe, siempre en diciembre de 1937, desde su relevo al frente de la empresa (el día 4) hasta los días posteriores a Navidad, cuando es inminente la llegada a Nankín, finalmente, de alguna prensa y alguna diplomacia extranjera.

La película refleja bien (aunque no memorablemente, me temo) esas breves semanas que trastornan, de repente y para siempre, unas cuantas vidas, por obra de decisiones fuertes, decisivas, tomadas rápidamente y casi por instinto (el instinto del bien, el de protección, el de orgullo…).

La película es ambiciosa, en el sentido de que trata de mostrar diversos ángulos de la coyuntura histórica: está naturalmente el industrial protagonista (el director de la sucursal de Siemens en Nankín, John Rabe, por entonces un tibio miembro del partido nazi), hay una benevolente maestra francesa (pero cuyo fuerte carácter y sentido del deber acaban imponiéndose), un doctor tan cascarrabias como abnegado y valiente, un diplomático de segunda fila atrapado en la tormenta…: con todos ellos, el director trata de mostrarnos diferentes perspectivas y atmósferas, y consigue darnos una visión caleidoscópica, global, de los “factores en presencia” durante aquellas sangrientas semanas chinas de 1937.

Un elemento llamativamente ausente son los líderes locales: por supuesto contemplamos miles de rostros chinos (los prisioneros en espera de su brutal decapitación, para servir sólo a la macabra vanidad de sus verdugos; las chicas a cargo de la maestra, obligadas en un momento dado a desnudarse ante un escrupuloso oficial nipón; los sirvientes de Rabe, como el mayordomo o el desgraciado chófer, y los trabajadores de su fábrica; etc., etc.), pero son como rostros de niños, incapaces de alzar la mano o la voz en su propia defensa.

Es hora de decirlo ya: el obvio paternalismo de Rabe, sobre todo al inicio de la película, se trasluce en toda ella, donde los chinos son poco más que ovejas a la puerta del matadero, necesitadas de la protección incansable de la pequeña comunidad occidental de la Zona; en este sentido, la película es manifiestamente paternalista, eurocéntrica, casi neocolonial. Pero parece evidente que debió de haber, en aquel período atroz, algún movimiento de resistencia, algunos militares o milicianos chinos, tratando al menos de plantar cara a la aplastante maquinaria genocida japonesa. Pues bien: nada vemos ni traslucimos de ello.

El filme, ambicioso como he dicho en sus perspectivas, sí nos muestra a la oficialidad nipona decidiendo y ejecutando, con total inhumanidad, las terribles matanzas; se nos presenta incluso a un oficial, levemente disidente, indudablemente atormentado, tratando infructuosamente de llevar la conquista de la ciudad por cauces más humanos (aunque el momento de la revelación por él de los planes nipones al diplomático alemán no es verosímil en absoluto).

Es una sensación estimulante, desde un punto de vista humano, ver a tantas personas esforzándose por objetivos tan enormes y tan contradictorios (los japoneses por conquistar a sangre y fuego el Imperio milenario de China, los occidentales por forjar un refugio para cientos de miles de personas); se percibe en “el mar de la historia” el momento de absoluta, y devastadora, pleamar que fue aquel mes de 1937; y es justo de esta materia, de estas pleamares y tempestades en un momento del sosegado fluir temporal, de lo que está hecha la gran épica.

Pero esta película, hay que decirlo, no es gran épica, porque le falta mucha pasión y mucha grandeza (quiero decir, grandeza cinematográfica) para ello.

Junto a “paternalismo” hay que decir otra palabra: “academicismo”: la película es muy académica, muy controlada, todo es preciso y está previsto, el guión es cuidadoso, la realización sumamente correcta, la fotografía y la música, adecuadas, etc.: pero falta el aliento, falta el empuje, de saber que se está contando algo grande y de contarlo con grandeza.

Al decir esto, queda dicho explícitamente que la película es muy digna, no ya en el asunto tratado o en el acercamiento al personaje de Rabe (tratamiento que, por cierto, no es nada hagiográfico, sino muchas veces, como indudablemente tenía que ser, incluso burocrático), sino en cuanto a su realización y calidad cinematográficas; hay poco que objetar a esta superproducción alemana desde el punto de vista de su preparación, de su realización y de su acabado.

Me parece excelente, por mencionar sólo una cosa, el uso de imágenes históricas, intercaladas en el relato cinematográfico; cumpliendo la función de suplir a los exteriores (siempre tan costosos…), sirven además para dar verosimilitud y contextualizar la historia que el guión nos está contando; que muchas escenas del filme comiencen en los lugares (re-creados para la película) donde las fotos fueron tomadas, es también un recurso sumamente plausible.

El momento cumbre de la película, más que el primer ataque de los “zeros” japoneses sobre la ciudad (cuando Rabe protege a la multitud bajo la enorme bandera nazi), más que el desafío final de los “protectores” europeos de la multitud congregada para defender las puertas de la Zona del asalto japonés (saliendo a afrontar al sádico oficial japonés decidido a arrasar el frágil santuario de civiles), es la despedida del barco en que parte de Nankín la esposa de Rabe: aquí, en esta escena de masas, el drama íntimo de los dos se nos revela (parece que los dos van a escapar de la ciudad, como tantos otros, pero en el último momento ella adivina que él va a quedarse, y él la despide, entristecido pero determinado, desde la escalerilla que se retira), un drama que se exarceba cuando, un momento después, asistimos al encarnizamiento sobre el barco, aún visible desde el puerto, de la jauría de aeroplanos nipones; y ahí queda Rabe, desgarrado, viendo hundirse el barco en que ha despedido a su esposa creyendo ponerla a salvo al hacerla partir… Pues bien, creo que no hay prueba mejor del academicismo de la película que contemplar al desolado y gimiente Rabe mirando al barco sin casi perder su posición erguida, sin gesticular en absoluto y, sobre todo, sin soltar de la mano la jaula con el pájaro (¿es verosímil que alguien en sus circunstancias, alguien no “atado” por un guión tan académico, no hubiera dejado caer, o no hubiera abandonado, la dichosa jaula del pájaro?).

Sería curioso averiguar qué hizo Rabe entre 1938 y la fecha de su muerte (en 1950, “empobrecido y olvidado”, nos informa la película al final); parece que llevó una vida confinada, visto con igual recelo por los nazis que, tras la Guerra, por los aliados. 

Magnífico reparto: el frío Ulrich Tükur está bien, igual que el gruñón doctor Steve Buscemi, pero personalmente me encantaron Anne Consigny, la maestra, y Daniel Brühl, el joven diplomático.     (1 de febrero de 2013)

“Knight and Day” (2010), de James Mangold


Mis notas a "Knight and Day" (2010), de James Mangold


Esta película no es más que la enésima versión de “Misión imposible”, cambiándole el nombre para darle algo de aliciente.

Es una vistosa basurilla de acción, donde todo consiste en ir cambiando de ambiente, para darle variedad al espectador, repitiendo en cada nuevo lugar el consabido repertorio de peleas (en que los enemigos no son más humanos que figuras de videojuego para el infantil Cruise), el obligado tiroteo, las manidas explosiones.

Es especialmente irritante en esta película la insultantemente desmesurada invulnerabilidad del personaje de Cruise (y, por contagio, de la rubia que se alinea a su lado); es de un increíble y de un estúpido que realmente impresiona (pero todo el filme es un videojuego para tarados, evidentemente).

Hay un momento en que los dos super-agentes se disponen a tomar un helicóptero, ante el ataque de un mortífero avión de caza; hay una elipsis, y al instante los dos aparecen sanos y salvos en Salzburgo; como si fuera de cajón que tenían que escapar indemnes de la isla caribeña en el frágil helicóptero.

No voy a insistir en lo de la invulnerabilidad: es sencillamente una gilipollez, y no hay más que añadir al respecto.

Hablando de gilipolleces, el guión es todo un montón de tales, incluyendo el tratamiento del genio idiota Dano.

El único personaje digno de todo el reparto parece Viola Davis, como jefa de la CIA.

Por cierto, hablando de playa, el momento en que aparecen en la isla de Cruise, con éste saliendo del agua “con la pesca hecha” y la chica despertándose en el “bungalow”, es otra cima de la gilipollez omnipresente en el filme.

Cameron Diaz como mecánica de automóviles es todavía más increíble que Jordi Mollá como “pez gordo” español del tráfico internacional de armas; menudos oficios para menudos actores…

Las carreras de coches, evidentemente bien rodadas, pecan de demasiado espectaculares: los botes de Cruise de capó en capó son acrobacias que sobrepasan toda verosimilitud y que, por lo mismo, dan risa: él mismo se convierte, como sus inagotables enemigos, en un muñeco de dibujos animados (compárense con las persecuciones de la serie Bourne, o con bastantes de las de James Bond, muchísimo más “razonables”…).

La pelea inicial en el avión, en que Cruise liquida a una docena de malotes en lo que Cameron Diaz se retoca el maquillaje (y el sostén) en el baño, da el tono disparatado de toda la película.

Por supuesto, no hay límites para la violencia ni para la degradación del oponente a títere fácil (y gozoso) de abatir.

Bien, he escrito la palabra “disparatado”, y llega el momento de glosar el disparate máximo de esta antología del mismo: se trata de los veinte gloriosos minutos por los que la película más (me) llama la atención.

Me refiero a la parte final, rodada en Sevilla: uno de los momentos de cine más estrambóticos que he visto en mucho tiempo, un cuarto de hora delirante y bochornoso.

No hay límite al impudor, la ignorancia y la deformación: estamos en Sevilla, se dice que “es el día de San Fermín”, hay encierros por las calles, los mozos llevan el pañuelo rojo pamplonica, y, en medio de la fiesta popular, caen ese par de yankis acelerados, Cruise y su chica, atravesando la ciudad en moto en su huida del malvado Mollá (que, por cierto, parece que vive en la Casa Pilatos o en algún palacio sevillano semejante).

Con la moto se meten en el medio de la carrera de los mozos, llegan al coso sevillano (me pregunto si será la Maestranza de verdad), dan una vuelta de honor entre el alboroto de la plaza (anda por ahí, en pleno final de encierro, un torero vestido de tal…), vuelven a las callejuelas serpeantes de la ciudad, afrontan a un extraviado y severo astado, lo torean con la moto (¡de qué no será capaz el super-agente Cruise!) y, de paso, con ayuda de la manada de toros en estampida, se cargan al malvado Mollá en un accidente múltiple; en una palabra, el delirio absoluto…

Estos quince minutos, repito, son antológicos: cómo confundir y mezclar clichés sin límite ni recato; cómo convertir una manifestación popular en la archi-sabida “montaña rusa” hollywoodense, llena de confusión, velocidad y violencia; cómo rebajar el mundo entero, y todas las tradiciones o idiosincrasias del mismo, a un mero telón de fondo de las payasadas que se le ocurren a la industria del cine para recaudar de (e idiotizar a) masas de devoradores de palomitas.

En suma, un entretenimiento perfectamente hueco y de efímera huella, salvo, para un español, su última parte, de verdad vergonzosamente memorable.    (28 de enero de 2013)

“El artista” (2011), de Michel Hazanavicius


Mis notas a "El artista" (2011), de Michel Hazanavicius


Esta película hubiera debido ser una rareza, pero se convirtió en un éxito mundial, y en la triunfadora de los Oscar, gracias a la inversión y a la promoción norteamericanas que la sostuvieron desde el principio.

Dejando aparte las razones de su difusión universal, la película es espléndida, un verdadero placer tanto para el espectador común como para el más “connoisseur” de la historia del cine y de su lenguaje.

Está hecha con un buen gusto exquisito, con un conocimiento histórico/técnico y un encanto sobresalientes.

La historia no es original ni pretende serlo: actor que entra en declive y actriz cuya carrera arranca en paralelo, ambas suertes debidas a la llegada del cine sonoro; referencias inevitables: “Sunset Boulevard” y “Cantando bajo la lluvia”.

Las pretensiones argumentales no van tampoco más allá: asistimos a la caída de uno y al ascenso del otro; vemos cómo su amistad se torna en amor cuando las circunstancias les separan y se agravan para él; terminamos en un tono optimista, cuando al final ella encuentra una salida para él, que ha tocado fondo, reconvirtiéndose ambos en un brillante y exitoso dúo de claqué a lo Ginger Rogers/Fred Astaire.

La magia de la película es conocida: se trata de un film en blanco y negro (lo que “puede suceder”) y mudo (lo que es excepcional, un auténtico desafío a “la taquilla”); y la misión del guionista/realizador es hacer que una extravagancia así se sostenga en 2011.

Bien, no sólo se sostiene: funciona espléndidamente: y ello porque la película está elaborada usando el lenguaje, que el realizador Hazanavicius conoce muy bien, de aquellas viejas películas de los años 20, un lenguaje pasado de moda, pero no superado, un lenguaje muy simple, pero de alcance universal.

Un recurso de ese lenguaje es, obviamente, la gestualidad; los actores, especialmente Dujardin, exageran las sonrisas, las miradas, convierten sus muecas o gestos en mensajes elocuentes, muy significativos y cargados de emoción: no hay duda de que actuar así requiere maestría, y Dujardin brilla en el uso de su rostro y de su cuerpo.

La película, sin dejar de pensar en el público, es al mismo tiempo un ejercicio de lenguaje cinematográfico, un ensayo sobre la forma de mirar y contar del cine mudo, un homenaje al lenguaje no verbal, idóneo para la emoción simple e inmediata, abierto al humor, al horror, a la intriga, a las mil posibilidades del rostro humano, de aquel cine primitivo.

También los modos narrativos se siguen fiel y eficazmente: la cuidadosa creación de ambientes (con un uso detallista e inteligente de la iluminación: los claroscuros, las sombras, los tonos de la indumentaria), la concentración (y la explotación gestual) de los avatares de la trama, la progresión fluida y bien pautada de los acontecimientos.

Hay muchas ironías con la voz/la sonoridad: desde la escena inicial de la película, en la que vemos a un exasperado Dujardin gritando bajo tortura “No hablaré, no hablaré” en su exitosa proyección (un espléndido momento de “cine en el cine”, y un arranque de película auténticamente genial, que nos sumerge en pocos segundos en la atmósfera del cine y del “star system” de la época); pasando por ese momento en que los objetos comienzan a tener sonido (para nosotros) mientras a Dujardin, que se desgañita, no podemos oírlo (¡ni puede oírse él mismo!); hasta ese final en que el sonido estalla tras el baile de claqué.

Espléndida la elección de actores: son rostros, verdaderamente, de cine mudo; Dujardin está muy bien, pero las caras de Bérénice Bejo o de John Goodman son ciertamente ideales para una peli “de los años 20”; y John Cromwell no desentona, como el lealmente inexpresivo chófer de la estrella en desgracia.

Quizá la estrella de la película, por la cantidad de corazones y de sonrisas que ha ganado para ella, sea el perro (¿qué recurso más sencillo, y eficaz, y de recompensa inmediata, que un simpático perrito gracioso e inteligente?: un animal así es un espléndido elemento para una película muda, y un elemento cuya simplicidad no está reñida con su brillantez y con su eficacia sobre las emociones más sencillas del espectador); el perrito (llamado Uggy, por cierto) es la compañía continua de Dujardin, en los filmes y en la vida, y es quien, en la hora más oscura de la estrella caída, cuando destruye sus latas de películas y prende fuego a su misérrimo hogar con la intención de terminar con esta vida cruel, le salva la vida yendo en busca de un policía; pero Uggy es realmente un perro sabio, que, para nuestro regocijo, se desmaya cuando ve un remedo de disparo, que casi gesticula (Dujardin y él en la mesa, mostrando gestos idénticos), que está siempre ahí, como un Idefix en claroscuro.

Mención especial, la guinda sobre el pastel (como dicen los franceses), es la excepcional banda sonora, que sostiene por sí sola toda la película, acompañando y acentuando, con variedad, vigor y brillantez, sus momentos de intriga, de drama y de humor: es de nuevo el caso de aquellas viejas producciones del cine mudo, pero aquí el compositor va más allá del consabido piano de acompañamiento, creando verdaderas piezas orquestales; la música, que es espléndida, se usa espléndidamente a lo largo de la película.

Pese a todo, esta gran película no puede ser considerada un, digamos, “paso adelante” de eso llamado “séptimo arte”; ni lo pretende, por supuesto, ni son verosímiles las críticas que la alaban más allá de una cierta medida (por ejemplo, he leído alguna queja respecto a haber sido preterida a “El árbol de la vida” en el festival de Cannes –creo–; bien, sin haber visto aún la obra de Terrence Malick, me atrevo a apostar que su propuesta es más progresiva y creativa, visual, cinematográficamente, que la de Hazanavicius: nada más normal ni más plausible).

La película tiene muchísimos méritos, pero yo me atrevo a destacar, aparte de la maestría técnica, su grandísimo encanto “retro”: el manido argumento (las estrellas ante el sonoro), la presencia del perrito sabio, la ingenuidad de los sentimientos y las reacciones, la cuidadosa recreación de un modo pretérito de crear y expresar. 

Obra también en favor de la cinta su brevedad: los cien minutos, hay que decirlo, se pasan en un suspiro, por la variedad, la creatividad y la fluidez de las sucesivas secuencias. 

“The Artist”, una película francesa pese a su (comercialmente inglés) título, es una prueba (de tantas) de las excepcionales pujanza y calidad del cine francés. Una industria capaz de concebir y de llevar a término (y a triunfo) un proyecto así demuestra estar a años-luz de lo que el cine español es capaz no sólo de financiar sino de imaginar (empantanado entre comedias tontorronas y fatigosas revisitaciones de la Guerra Civil).     (26 de enero de 2013)

“The Master” (2012), de Paul Thomas Anderson


Mis notas a "The Master" (2012), de Paul Thomas Anderson


Esperaba muchísimo más de esta película: podría haber sido una investigación sobre los métodos de las sectas, o un duelo psicológico entre “maestro” y “discípulo”, o una reconstrucción de un microcosmos (o macrocosmos: los EE.UU. de los años 50) particular. Pero desgraciadamente no es nada de todo eso (o lo es todo, pero sin vigor, sin entusiasmo, sin exhaustividad).

La película avanza con fluidez y convicción desde la presentación del personaje hasta su inserción en el círculo del Maestro: vemos al tipo desastroso saltando de empleo en empleo, acabando siempre en un alboroto y una fuga, hasta que cae en el barco del Maestro y sus seguidores (que no es realmente del Maestro, por cierto); y vemos cómo el Maestro y él se van seduciendo mutuamente, hasta la escena de salón en Nueva York, donde Hoffman debe afrontar a un escéptico y Phoenix está encantado de asumir el rol de matón en defensa de su ya más “amo” que “maestro”.

A partir de ahí, con la mudanza a Filadelfia, la historia empieza a empantanarse y a dar vueltas sobre sí misma: los personajes interactúan, pero sin progreso ni resultado ninguno, se insiste en la jerga y las técnicas del sectario y sus seguidores, hay algún vago y vano intento psicológico, pero todo empieza a volverse repetitivo y, sencillamente, aburrido.

Dos momentos son especialmente crispantes en esta fase: uno, la “lección” del paseo entre ventana y muro (y de decir verdades, y de “cambiar el color de los ojos”, las tres cosas alternadas) (¿lección por qué y para qué?, ¿y con qué resultados, si el discípulo sigue siendo un borracho y un violento sin remedio? –por cierto, tanta pelea del sujeto acaba por cansar, hasta que cuando, casi al final, ataca al editor de la segunda parte de “La Causa”, o sea, de la “Biblia” del Maestro, estamos deseando que alguien enseñe de una vez una lección a este matón desesperante–); otro momento crispante es cuando aparecen (es una característica de esta película: los personajes “aparecen” donde menos se les espera: en otra escena “aparecen” en un paraje agreste, desenterrando la segunda parte de la “gran obra” del Maestro, al parecer escrita mucho tiempo atrás…) en el desierto, preparados para pilotar una moto a toda velocidad hacia el horizonte, vaya usted a saber por qué.

El final es debidamente ambiguo e insípido: yo entiendo que el Maestro, una vez bien “institucionalizados” él y su culto, le pega una “amable patada” a su rudo discípulo en el culo (en el caso de que la escena entera no sea un sueño del “colgado” del discípulo en el cine vacío...), añadiendo una entrañable canción para elevar lo incomprensible al infinito; de resultas de esto, o quizá simplemente porque el tipo fue desde el principio “un caso perdido”, el discípulo sigue siendo el desastre habitual, sólo que ahora ha añadido a su repertorio de burlas los tópicos de las sesiones de “terapia” con el Maestro.

Como actor, Phoenix es crispante: el suyo es un rostro desagradable de ver, y sus muecas, que finalmente resultan soporíferas y enfadosas, francamente no me parecen dignas de ningún gran premio de interpretación (sencillamente, al personaje le faltan, a pesar de la historieta de amor frustrado con la chiquilla de raíces noruegas, registros y matices).

En cambio, Hoffman sí tiene un gran encanto y magnetismo; su papel está mucho mejor escrito, y permite al actor lucir su simpatía, su don de gentes, su cólera, su verborrea, su perspicacia, etc.

Yo creo que el punto central de la película es la relación entre los dos sujetos: es una relación que no avanza, pero que es siempre intensa; es un diálogo de sordos entre dos fabuladores y dos impostores, especialistas en destilar porquería (seudo-alcohol uno, palabrería el otro) para consumo propio y ajeno; la peli es un ir y venir entre los dos (con una escena especialmente poderosa: la de la cárcel, donde queda claro quién de los dos es el Maestro y que los resortes que los ligan son la fragilidad emocional y la quiebra personal del uno, y la habilidad psicológica, la intuición manipuladora, del otro); en todo caso, la película es sobre todo la historia de esta atracción y esta amistad imposible: de un lado, el desafío que el Maestro se impone a sí mismo de dominar a este indómito extraviado, sin dinero ni autocontrol, y, del otro lado, el desamparo violento, que se torna en fidelidad perruna (de “bulldog”), del lastimoso discípulo.

He alabado la, digamos, primera mitad de la película; pero ojo, no estoy nada de acuerdo con los desmedidos ditirambos sobre ella de algunos críticos: ni es tan brillante, ni tan vistosa, ni tan potente (en ritmo, en imágenes, en hallazgos cinematográficos), como algunos entusiastas sostienen.

La película se basa en el fundador (y sus técnicas de persuasión, y sus clichés doctrinales, y sus métodos de propaganda) de la Cienciología (y, por lo poco que sé o que recuerdo, lo hace más fielmente de lo que, por miedo a las consecuencias legales, el mismo director del filme puede reconocer).

La reconstrucción de los años 50 tampoco es fastuosa: es muy convincente, pero no me parece deslumbrante; y ello porque, de algún modo, a la peli le faltan escenarios (aunque, desde el punto de vista de la historia “íntima”, es mi opinión que le sobran -pase un barco, ¿pero hacía falta también una moto? ¿y por qué no un tanque, o un globo aerostático?-), le faltan exteriores, le faltan masas urbanas, etc.

No puedo decir que la peli peque de pretenciosa (por ejemplo, no me parece que haya demasiados diálogos; y diálogos verdaderamente densos, francamente, no recuerdo ahora ninguno); sí peca de inexpresiva, de ambigua, de desenfocada (desde luego, de larga: ¡dos horas y media!), de ambiciosa a su (bastante ininteligible) modo.

Un personaje bastante poderoso es el de la mujer del Maestro: siempre previniendo a éste contra el discípulo, del que quiere desembarazarse, sirve para recalcar que lo que hay entre Maestro y discípulo es estrictamente un vínculo personal (no estratégico, no ideológico, no interesado); la “blandita” Amy Adams está muy bien en el papel.

La película deja abierta la posibilidad de que Hoffman sea sincero después de todo (una especie de místico, aunque “autor de un libro de mierda”, como dice su editor), el dueño de una Revelación particular, un filántropo a su manera; sin embargo, sus cóleras e intolerancias a las críticas (diálogo de salón en Nueva York: uno de los mejores momentos de la película) permiten dudarlo; sin olvidar que, en un momento dado, es arrestado por apropiación indebida de un legado.

La dificultad de análisis de la película proviene de lo indefinido de su tema, de la imprecisión respecto al foco de la narración (repito: no son las sectas, no es la psicología, no es la sociología; creo adivinar que es la relación entre los dos caracteres, como he explicado); esta imprecisión condena, me temo, a la decepción a las expectativas de muchos espectadores (por ejemplo, las mías) acerca de la película.

Aun así, me atrevo a decir que, incluso si uno identifica correctamente el núcleo de la película (como creo haber hecho), el resultado es, pese a todo, decepcionante: pues no convence en absoluto el relato de la amistad de los dos caracteres: el planteamiento de la misma es muy plausible, pero el desarrollo y el desenlace se enroscan sobre sí mismos, se alargan y se reiteran, sin que a la postre tanto manierismo se resuelva en un final rotundo, explícito, a la altura de la densidad de los personajes y de los opuestos y sólidos destinos impresos en ellos por sus vidas.               (22 de enero de 2013)

“El hundimiento” (2003), de Oliver Hirschbiegel


Mis notas a "El hundimiento" (2003), de Oliver Hirschbiegel


Una adaptación al cine de un testimonio directo y fidedigno de las últimas semanas de la cúpula nazi en el bunker berlinés, cuando la capital del Reich estaba cayendo a pasos agigantados en manos rusas, es por fuerza algo tan intrínsecamente interesante (al menos para mí) que es necesario sacudirse la fascinación y “afilar las uñas” a la hora de juzgarla.

Sin embargo, me parece que la tensión esencial de la película es clara: se trata de trasladar fielmente la crónica insuflando al mismo tiempo algo de vida y de calor en la misma; este propósito es obvio desde el primer momento, con la elección del punto de vista de la discreta secretaria Trudl para contar con ojos “humanos” la historia de la agonía del Führer y su círculo (cuando naturalmente no es la secretaria la autora del libro en que se basa la peli).

El resultado de este intento no es muy satisfactorio; aunque simpatizamos con la lealtad de la secretaria, y la acompañamos en su escapatoria final hacia la vida y la libertad, el tono de crónica y el peso de la misma se impone abrumadoramente.

De modo que la película finalmente tiene mucho de documental animado, o de docudrama: como prueba, la larga lista de personajes históricos retratados, de los cuales se nos revela al final el destino (¡cuántos de ellos murieron no hace muchos años!).

Hasta el punto de que, honestamente, uno desea que todas esas caras y nombres hubieran aparecido al principio, para poderlos reconocer y seguir a lo largo de la película (creo recordar que esta táctica se sigue, con buenos resultados, en “El día más largo”, sobre el desembarco de Normandía); de ese modo, la historia hubiera ganado fuerza, al saber que TODOS esos caracteres fueron realmente históricos, con unos antecedentes y un destino posterior; a mi modo de ver, éste es un serio fallo de la película, en el que creo que incluso los expertos en el nazismo (o sea, gente que puede reconocer en el búnker más personajes de los que puede reconocer un profano como yo) estarían de acuerdo.

Hablando de personajes, me sorprende la elección del actor para Goebbels: qué cara tan peculiar…

Son sumamente adecuados en cambio Eva Braun, Himmler, Speer, Frau Goebbels o los generales.

De la interpretación escalofriante de Bruno Ganz como Hitler se ha dicho ya todo.

En cuanto a la historia, se trata de una crónica de desesperación y supervivencia; quien no se aferra a la sombra del líder por fidelidad perruna, lo hace por lealtad profesional, o por sentido del honor; los otros esperan al final hallar una salida, y muchos la hallan.

 Presionados por las obligaciones y temores (crecientes) del día a día, los personajes no hacen ninguna reflexión general, no extraen ninguna conclusión ni hacen ningún juicio: una cotidianidad tan sobrecargada como la suya les abruma por completo.

Hirschbiegel traslada bien la histeria y la perplejidad de los encerrados, sus planes finales, sus secretas esperanzas; asimismo, la ambigüedad de unos (Speer), las evasivas o evasiones de otros (Himmler), el delirio de unos pocos (Frau Goebbels).

La película es apropiadamente claustrofóbica, aunque se permite salidas al exterior, como el “patio” del búnker, la escena de los niños combatientes en la calle (la historia del niño no funciona en absoluto, por cierto) o, por supuesto, la salida final del búnker con la esperanza de sobrepasar las prietas líneas rusas.

La claustrofobia y, sobre todo, la prevalencia de la crónica, como he dicho antes, y precisamente de una crónica de “los últimos días de los últimos nazis”, tienen como efecto que la película resulte bastante gélida, desde el punto de vista emocional: hasta el punto de que el ápice del horror (en el comportamiento asesino, de auténtica y desmesurada Medea moderna, de la señora Goebbels) nos pilla, y hasta nos deja, un tanto fríos.

Muy interesante la aparición final de la auténtica secretaria Trudl: una ancianita habitante de Munich que nos dice que no sabía nada de lo de los judíos y que, pese a todo, conociendo ahora lo que hizo Sophie Scholl, admite que “la juventud no puede ser una excusa”; obviamente, la ancianita es una hitleriana convencida, pero por supuesto inconfesa: no se puede trabajar tres años –o sea, sin huir aterrorizada el primer día– al lado de un hombre del carisma de Hitler, y no sucumbir para siempre a su halo…).

El punto fuerte de la película es la reconstrucción histórica de aquel momento en aquel lugar, el seguimiento de lo que aquellos hombres espantosos (empezando por el Führer) hicieron en sus últimos días, la descripción de la atmósfera humana del búnker, el fiel traslado de una memoria documentada y detallada de la caída del último refugio nazi.

En este sentido, la película es un éxito, porque es fiel, porque es minuciosa y porque es, en lo que se ciñe a esa re-creación, impresionante.       (19 de enero de 2013)

“Rosa Luxemburgo” (1986), de Margarethe von Trotta


Mis notas a "Rosa Luxemburgo" (1986), de Margarethe von Trotta


Veo esta película en (...), en una proyección precedida de una entrevista (que dura más o menos una hora) del director del (...) con la realizadora Margarethe von Trotta, venida a (...) para la presentación de su última película, sobre Hannah Arendt.

 “Rosa Luxemburgo” me satisface, y mejora el recuerdo que tenía de ella (de una primera visión hace bastantes años): es una película manifiestamente política (que, con los años, se ha convertido en histórica…) sobre un personaje decididamente político.

 Consecuentemente, menudean los discursos y las intervenciones públicas (mítines) de la protagonista, en las que quedan manifiestos sus postulados, su socialismo e internacionalismo radical.

La película se fija en unos cuantos momentos de la actuación de RL: desde el impacto en su carrera revolucionaria de la primera Revolución Rusa (1905) hasta su asesinato, en 1919, de resultas de la revuelta espartaquista (que ella no desencadenó, pero que apoyó).

Respecto al asesinato, la película acaba abruptamente en el momento en el que el cadáver de ella es arrojado al canal berlinés: vemos las ondas del agua apaciguarse y, de inmediato, fundido en negro: un final tan sobrio como memorable.

La narración lineal se ve interrumpida, casi únicamente, con una vuelta a la nochevieja de 1899, en la que asistimos a una fiesta de disfraces con muchos personajes de la socialdemocracia alemana de primera hora presentes: es una presentación muy original.

Ni que decir tiene que, dado el énfasis político del filme, se siguen de cerca las líneas y debates ideológicos del proto-SPD, y por supuesto conocemos a personajes ilustres del panteón socialdemócrata: el ortodoxo (pero abierto al oportunismo) Kautsky, el “padre fundador” Bebel, la fiel compañera Clara Zetkin, el socialista “oriental” Leo Jogiches, el revisionista Bernstein, el radical conmilitón Liebknecht, etc.

La directora (y guionista) nos lleva a un congreso socialista transfronterizo, en el que presenciamos parte de un discurso (en francés, por supuesto) de Jean Jaurès, otro de los iconos del movimiento antibelicista.

El tema que merece más atención y pasión de directora y protagonista es el debate en torno a la participación obrerista en la I GM: como es notorio, el SPD terminó alineándose con las fuerzas nacionalistas y belicistas, en abierta dejación de sus postulados ideológicos.

Estos debates y vaivenes dejan su huella en Rosa, cuyo carácter la directora nos retrata en estampas íntimas, fragmentos de sus textos personales y de sus cartas a seres queridos, momentos de recogimiento o introspección en las prisiones (en un momento se nos dice que la de Breslau –actual Wroclaw–, donde fue confinada “preventivamente” durante la I GM, es su novena cárcel): la directora nos transmite con cariño el amor de Rosa por los animales, por la vida, su íntima fragilidad, su apasionamiento y vitalidad.

 De hecho, y hay que subrayarlo, la película es muy favorable al personaje retratado: es en general una hagiografía de Luxemburgo, una heroína constante e infatigable rodeada de oportunistas, arribistas, incoherentes, débiles (tantos de sus compañeros en la marcha hacia el socialismo…).

La película es de 1986, y obra de una cineasta muy comprometida políticamente: hay que pensar por ello que los discursos de Luxemburgo se recuperaron o reescribieron justo en esa época con una clara intencionalidad de participar en el debate político alemán (después de los “años de plomo” –título de la aclamada, y muy militante, película precedente de Von Trotta–).

Barbara Sukowa está sumamente convincente en el papel de la histórica comunista: desde los aspectos más físicos, como la cojera, hasta los más íntimos, como esa capacidad para ilusionarse, para entregarse a su huertecito entre rejas, para fijarse y deleitarse en el canto de los pájaros.

La película destaca en el gran cuadro de la escena política y en el pequeño retrato de la psicología de la heroína, pero a mi entender flojea en la descripción de las relaciones de Rosa con sus próximos, especialmente con sus compañeros masculinos: no se sabe (o yo no lo entendí) qué pasa con el marido (que creo que no aparece nunca en la película), las relaciones con Leo son un tanto deslavazadas (por cierto, Rosa se muestra, en tanto que pareja, como una señora de lo más conservador y posesivo), y está luego Paul Levi, el sobrino de Clara; pues bien, en estos momentos personales (pero no de soledad), la directora se muestra un tanto “setentera”, dando pinceladas, dejando las cosas un poco difusas, sin poner la lente más de lo justo (y sin demasiado entusiasmo, diría yo) en ese espacio, por antonomasia “pequeño-burgués”, de las relaciones de pareja; como he dicho, esta perspectiva es la más débil de las tres con que se aborda al personaje de Luxemburgo.

Dentro de las obvias limitaciones de presupuesto, nos hacemos una idea del mundo de discusiones, de los periódicos, de las prisiones, de la clandestinidad, de los actos públicos, en suma, de todos los escenarios que vieron el devenir personal de Rosa Luxemburgo, hasta su muerte en 1919. La autora hace un uso excelente de material grabado antiguo, lo que a nosotros nos da una imagen de la época de insuperable fidelidad y a ella le permite transmitir escenas de calle sin verse forzada a un presupuesto de super-producción.

Dicho de otro modo, Von Trotta usa de modo excelente los recursos de que dispone, sin que la fidelidad y la atmósfera de la producción, una película histórica después de todo, se resientan.

La película preserva la oscuridad en cuanto a quién dio la orden de ejecutar a los dos dirigentes espartaquistas: se nos muestra la detención y el crimen (por los paramilitares, es dudoso en qué medida incontrolados, del Freikorps), pero nada de su decisión o preparación (¿provino la orden del asesinato directamente de la cancillería, que el SPD detentaba por primera vez en la persona de Friedrich Ebert?).

En cuanto a la proyección concreta en (...), hizo bastante daño a un disfrute y aprovechamiento pleno del filme la mala calidad del subtitulado (era VO alemana, con subtítulos en inglés: subtítulos algunas ocasiones ilegibles y en otras ausentes…); sin duda, con mejores condiciones la peli me hubiera satisfecho aún más.      (19 de enero de 2013)

“Sherlock Holmes 2: Juego de sombras” (2011), de Guy Ritchie



Mis notas a "Sherlock Holmes 2: Juego de sombras" (2011), de Guy Ritchie


Esta segunda parte del “Sherlock Holmes” cinematográfico del siglo XXI me gusta menos que la primera, quizá porque se ha perdido el efecto sorpresa y uno sabe ya el tono de lo que se va a encontrar; pero también, probablemente, por la ausencia de escenarios tan soberbios como en la primera (el Parlamento británico, el puente de la Torre de Londres, e incluso un astillero londinense con un barco en construcción, son sin duda fondos más espectaculares para las hazañas del famoso detective que una fábrica de armas, los campos entre Francia o Alemania, un poblado gitano, una sala de subastas o hasta una catarata en Suiza).

Hay que mostrarse debidamente escandalizado ante la transformación a que se ha sometido al entrañable Sherlock, y yo lo hago, pero una vez exteriorizada esa reacción purista tengo que añadir que la peli (también esta segunda parte) es muy gratificante de ver y de oir.

Son un gusto para la vista esas reconstrucciones de ambientes decimonónicos: los salones, los trajes, las calles (imagino que mucho de ello es digital, pero qué importa), en la excelente fotografía de P. Rousselot; visualmente, la película es muy atractiva y satisfactoria, como la primera, esto no se puede negar.

Acompaña a la experiencia visual la música, siempre inteligente y apropiada, de Hans Zimmer, con su ritmo y su grandiosidad, lo que contribuye también al disfrute.

 Fotografía y música realzan, como digo, las excelentes re-creaciones de paisajes y ambientes de fines del diecinueve.

Otra cosa es el “escuchar”: no es tan disfrutable ver en qué se han convertido los personajes clásicos de Sherlock y Watson.

Por cierto, Downey puede llegar a ser convincente, físicamente, como Holmes (aunque me temo que Peter Cushing, alto, escuálido, genéticamente intelectual, es insuperable), pero a Jude Law como doctor Watson no se le cree nadie, por más partes que decidan rodar de la saga Sherlock.

El guión mantiene personajes y anécdotas o incidentes de las novelas (por ejemplo Irene Adler, a la que se explota hasta extremos inverosímiles -que yo recuerde, la mujer sólo aparece en “Un escándalo en Bohemia”, nada que ver con este “rollete” que Holmes y ella se traen de película en película-, o Mycroft, el hermano de Holmes, o, evidentemente, el genio criminal doctor Moriarty, o la “muerte” de Holmes en las cataratas suizas de Reichenbach), pero el tratamiento de los personajes y el tono general de las historias son enteramente distintos.

Las películas, hay que decirlo ya, son puramente de acción: y con un énfasis desmedido en la violencia física, en las peleas a puñetazo limpio.

Se añade una previsible, y vistosa, compulsión viajera, que nos pasea en un par de horas por diversos países y atmósferas.

El ritmo de las películas es, pues, un ritmo de carrera, no de reflexión: todo pasa en un periquete, todo lo descubre Sherlock en un santiamén, ninguna necesidad de fumarse “tres pipas” o de hacer preparativos sutiles y semi-clandestinos (para Watson) para tender su trampa.

Sherlock es en gran medida un histrión y un mago, un payaso y un adivino, hasta extremos rotundamente inverosímiles (como cuando tira del tren a la esposa de Watson).

Las películas pretenden tener unos diálogos chispeantes, pero a mí no me lo parecen; y cuando se empeñan en ser inteligentísimas, como en el momento del diálogo, en parte ajedrecístico, final, no funcionan y lindan lo incomprensible.

Claramente, el punto fuerte es el “sensitivo” (ver, oír, correr, entregarse a la acción, dejarse fascinar por las atmósferas); a mi entender, intelectualmente a las pelis “les falta un hervor”, pese a los intentos de los guionistas.

No hay mucho que decir de Sherlock: se ha convertido en un muñeco, un bufón, un gallo de pelea, un latoso; y el doctor Watson es un acompañante y amigo muy poco convincente -y nada convencido, lo que ciertamente es una novedad respecto a los libros-.

El caso en sí, en esta ocasión, se convierte en un “totum revolutum”, donde pasa de todo en todos los sitios, donde se mezcla todo con todo (atentados anarquistas, ambiciones capitalistas, la Paz Armada, la rivalidad franco-alemana, una conferencia de paz, nuevas tecnologías de armamento, ¡incluso experimentos quirúrgicos!) y donde lo de menos es el argumento y lo de más el ir saltando de escenario en escenario, de país en país y de pelea en pelea.

Hay que reconocer que algunas, o muchas, escenas de acción están muy bien rodadas, con un uso original y muy eficaz de la cámara lenta (pienso en los cañonazos a través del bosque sobre Sherlock y su partida, en el momento de la huida de la fábrica de armas).

En suma, un agradable entretenimiento, más agradable cuanto menos atención preste uno a los diálogos y menos pase por la cabeza de uno el Sherlock que se recuerda de los libros de Conan Doyle.       (13-enero-2013)

“Lo imposible” (2012), de Juan Antonio Bayona


Mis notas a "Lo imposible" (2012), de Juan Antonio Bayona 


Aunque parezca imposible en una película de catástrofes, ésta es por momentos aburrida.

Es un producto de consumo para paladares poco exigentes y bolsillos agradecidos; dicho de otro modo, un producto dirigido a halagar al público americano y a conquistar su mercado (parece que lo ha conseguido).

Por supuesto, los protagonistas son todos anglosajones (no así la familia en la que se basa el caso real, que parece más bien de estadounidenses hispanos), incluidos niños muy, muy rubitos (hasta el niño ajeno salvado es un anglosajoncito –¿hubieran salvado a un extranjero, no digamos a un indígena?–).

La familia protagonista abandona el lugar de los hechos en un avión particular medicalizado ¡y tan frescos!: ¡al resto del mundo que le zurzan!

La población local, mayormente, no existe, salvo la nota de color de los rescatadores de la mujer, esos “buenos salvajes” (pero tan tontos…) que se la llevan a rastras por el fango.

Está claro quién paga la película: Coca-Cola (aparece una inequívoca latita en el punto límite de la desesperación inicial, para refrescar a la heroína y a los dos niños) y Zurich Insurance (compañía explícitamente mencionada justo antes de que la familia disponga del avión puesto a su servicio por ella).

La historia es tan simple que se reduce a un cuento de hadas, con una catástrofe en vez de un ogro, una trama más bien escasa y un final debidamente feliz.

En esencia, tras el prólogo y el momento cumbre de la gran ola, hay dos líneas argumentales (madre+hijo adolescente y padre+hijos pequeños, brevemente separados uno de otros por un momento) que confluyen al final, cuando se encuentran todos en el patio del hospital.

Este encuentro es tan inverosímil y casual que da risa: es francamente ridículo ver que todo se cierra con semejante “deus (o azar) ex machina”.

Por supuesto, toda la acción pasa en dos días: en dos días los cinco miembros de la familia se pierden, se buscan y se encuentran; ¡esto en medio del mayor maremoto de la historia, con cientos de miles de muertos! ¡Y todo lo que les pasa, aparte de unos cuantos arañazos aquí y allá, es que la señora se ha roto una pierna! Sencillamente increíble. Y no digamos cuando al final la señora ni siquiera pierde la pierna: ¿cabe imaginar un final más pasmosamente feliz?

Las dos líneas argumentales cuentan esencialmente lo mismo: salir a flote, buscarse sobre el terreno y encontrarse en el hospital.

Que sean dos líneas y que cuenten lo mismo empobrece y hace monótona la película: un desastre tan complejo y tan trágico como el “tsunami” de 2004 hubiera debido contarse, si se pretendía usar varias historias, con más variedad: por ejemplo, el punto de vista de alguien del hospital, la logística de la ayuda, la colaboración internacional, la población local, etc.

¿Esto no hubiera alargado la película hasta el infinito? En absoluto: la película es larga, y se hace larga, precisamente tal como es, por su monotonía y machaconería.

No se hubiera alargado porque las dos horas actuales están cargadas y recargadas de escenas sentimentales repetidas hasta la saciedad (los gritos de la madre, los diálogos de ternezas familiares, una y otra vez, una y otra vez); escenas que, por cierto, en general no funcionan.

Curiosamente, la película gana fuerza cuando rompe el círculo de la dichosa familia americanita, como en ese momento en que el adolescente va pregonando por el hospital el nombre de gente que busca a otra.

Hubiera sido una película perfecta de historias entrelazadas, y González Iñárritu (Amores perros, Babel, 21 gramos) o Soderbergh (Traffic, Contagio) la hubieran bordado; pero por desgracia las dos historias contadas en la peli, como he dicho, son en esencia la misma, se alargan sin aportar más que (intentos de) lagrimita fácil, y simplifican la historia –objetivamente compleja, intrincada, trágica, llena sin duda de momentos de horror, de emoción, de abnegación, de grandeza, de humanidad– hasta el nivel de las típicas mentes americanas de las que se desea que “revienten la taquilla”.

 El mejor actor es el adolescente Tom Holland, al que yo diría que espera un espléndido futuro; Naomi Watts propiamente no interpreta, más allá de mostrarse (“comme il faut” para los Oscar) apropidamente magullada y aulladora; y Ewan McGregor mayormente no hace nada.

Hay dos momentos particularmente ridículos: el larguísimo primer plano de la Watts cuando es arrastrada hacia la salvación por los nativos, y su salida de las aguas, en su sueño de anestesia, como si fuera una sílfide o una nadadora de natación sincronizada: momentos ridículos y pretenciosos.

Sí es espectacular y sí funciona el momento del maremoto, aunque de inmediato se cae en la inverosimilitud: ¿cómo puede ser que madre e hijo se encuentren, separen y reencuentren con tan suma facilidad, y eso en más de una ocasión, en medio de ese arrebatador torbellino de agua?: no se puede creer.

En punto a espectacularidad, intentan impresionarnos con el hospital, sin duda grande y abarrotado; pero el improvisado hospital de Atlanta (en la estación) de “Lo que el viento se llevó”, rodado hace más de setenta años, era mucho más impresionante: digamos que el de “Lo imposible” es un hospital grandecito…

Hay algunos momentos que chirrían: la Watts se encuentra con una habitación para ella solita en un momento dado de la peli (que, por supuesto, no muestra nada de la competición por los recursos sanitarios escasos que sin duda tuvo que producirse en la zona del maremoto durante aquellas terribles navidades de 2004 en Indonesia); el hiperactivo adolescente, cuando parece que su madre ha muerto (pues ha sido retirada de su lecho), se queda tan tranquilo en la tienda de campaña con los otros niños, sin exigir a grito pelado verla él mismo para cerciorarse de su fallecimiento efectivo.

El inicio de la película, mezclando “presentimientos” (a base de efectos de cámara o sonido) de la tragedia que se avecina con una descripción ultraconvencional de la familia protagonista (gilipolleces usuales en la Navidad de unos yankis millonarios, rutina de unos occidentales autistas en un “resort” de lujo al otro lado del mundo, problemas de trabajo del papá que pueden servir para unir más a la familia, etc., etc.), no augura nada bueno para las dos horas siguientes: y, en efecto, como ya he explicado, la peli sigue por la misma vía familiar-convencional-sentimental, a la postre pobre y decepcionante en términos cinematográficos.

Me gusta mucho el diálogo de Geraldine Chaplin con el niño, acerca de las estrellas que siguen brillando aún estando muertas. (9-enero-2013)