Mis
notas a "El artista" (2011), de Michel Hazanavicius
Esta película
hubiera debido ser una rareza, pero se convirtió en un éxito mundial, y en la
triunfadora de los Oscar, gracias a la inversión y a la promoción
norteamericanas que la sostuvieron desde el principio.
Dejando aparte las
razones de su difusión universal, la película es espléndida, un verdadero
placer tanto para el espectador común como para el más “connoisseur” de la
historia del cine y de su lenguaje.
Está hecha con un
buen gusto exquisito, con un conocimiento histórico/técnico y un encanto
sobresalientes.
La historia no es
original ni pretende serlo: actor que entra en declive y actriz cuya carrera
arranca en paralelo, ambas suertes debidas a la llegada del cine sonoro;
referencias inevitables: “Sunset Boulevard” y “Cantando bajo la lluvia”.
Las pretensiones
argumentales no van tampoco más allá: asistimos a la caída de uno y al ascenso
del otro; vemos cómo su amistad se torna en amor cuando las circunstancias les
separan y se agravan para él; terminamos en un tono optimista, cuando al final
ella encuentra una salida para él, que ha tocado fondo, reconvirtiéndose ambos
en un brillante y exitoso dúo de claqué a lo Ginger Rogers/Fred Astaire.
La magia de la
película es conocida: se trata de un film en blanco y negro (lo que “puede
suceder”) y mudo (lo que es excepcional, un auténtico desafío a “la taquilla”);
y la misión del guionista/realizador es hacer que una extravagancia así se
sostenga en 2011.
Bien, no sólo se
sostiene: funciona espléndidamente: y ello porque la película está elaborada
usando el lenguaje, que el realizador Hazanavicius conoce muy bien, de aquellas
viejas películas de los años 20, un lenguaje pasado de moda, pero no superado,
un lenguaje muy simple, pero de alcance universal.
Un recurso de ese
lenguaje es, obviamente, la gestualidad; los actores, especialmente Dujardin,
exageran las sonrisas, las miradas, convierten sus muecas o gestos en mensajes
elocuentes, muy significativos y cargados de emoción: no hay duda de que actuar
así requiere maestría, y Dujardin brilla en el uso de su rostro y de su cuerpo.
La película, sin
dejar de pensar en el público, es al mismo tiempo un ejercicio de lenguaje
cinematográfico, un ensayo sobre la forma de mirar y contar del cine mudo, un
homenaje al lenguaje no verbal, idóneo para la emoción simple e inmediata,
abierto al humor, al horror, a la intriga, a las mil posibilidades del rostro
humano, de aquel cine primitivo.
También los modos
narrativos se siguen fiel y eficazmente: la cuidadosa creación de ambientes
(con un uso detallista e inteligente de la iluminación: los claroscuros, las
sombras, los tonos de la indumentaria), la concentración (y la explotación gestual)
de los avatares de la trama, la progresión fluida y bien pautada de los
acontecimientos.
Hay muchas ironías
con la voz/la sonoridad: desde la escena inicial de la película, en la que
vemos a un exasperado Dujardin gritando bajo tortura “No hablaré, no hablaré”
en su exitosa proyección (un espléndido momento de “cine en el cine”, y un
arranque de película auténticamente genial, que nos sumerge en pocos segundos
en la atmósfera del cine y del “star system” de la época); pasando por ese
momento en que los objetos comienzan a tener sonido (para nosotros) mientras a
Dujardin, que se desgañita, no podemos oírlo (¡ni puede oírse él mismo!); hasta
ese final en que el sonido estalla tras el baile de claqué.
Espléndida la
elección de actores: son rostros, verdaderamente, de cine mudo; Dujardin está
muy bien, pero las caras de Bérénice Bejo o de John Goodman son ciertamente
ideales para una peli “de los años 20”;
y John Cromwell no desentona, como el lealmente inexpresivo chófer de la
estrella en desgracia.
Quizá la estrella
de la película, por la cantidad de corazones y de sonrisas que ha ganado para
ella, sea el perro (¿qué recurso más sencillo, y eficaz, y de recompensa
inmediata, que un simpático perrito gracioso e inteligente?: un animal así es
un espléndido elemento para una película muda, y un elemento cuya simplicidad
no está reñida con su brillantez y con su eficacia sobre las emociones más
sencillas del espectador); el perrito (llamado Uggy, por cierto) es la compañía
continua de Dujardin, en los filmes y en la vida, y es quien, en la hora más
oscura de la estrella caída, cuando destruye sus latas de películas y prende
fuego a su misérrimo hogar con la intención de terminar con esta vida cruel, le
salva la vida yendo en busca de un policía; pero Uggy es realmente un perro
sabio, que, para nuestro regocijo, se desmaya cuando ve un remedo de disparo,
que casi gesticula (Dujardin y él en la mesa, mostrando gestos idénticos), que
está siempre ahí, como un Idefix en claroscuro.
Mención especial,
la guinda sobre el pastel (como dicen los franceses), es la excepcional banda
sonora, que sostiene por sí sola toda la película, acompañando y acentuando,
con variedad, vigor y brillantez, sus momentos de intriga, de drama y de humor:
es de nuevo el caso de aquellas viejas producciones del cine mudo, pero aquí el
compositor va más allá del consabido piano de acompañamiento, creando
verdaderas piezas orquestales; la música, que es espléndida, se usa
espléndidamente a lo largo de la película.
Pese a todo, esta
gran película no puede ser considerada un, digamos, “paso adelante” de eso
llamado “séptimo arte”; ni lo pretende, por supuesto, ni son verosímiles las
críticas que la alaban más allá de una cierta medida (por ejemplo, he leído
alguna queja respecto a haber sido preterida a “El árbol de la vida” en el festival
de Cannes –creo–; bien, sin haber visto aún la obra de Terrence Malick, me
atrevo a apostar que su propuesta es más progresiva y creativa, visual,
cinematográficamente, que la de Hazanavicius: nada más normal ni más plausible).
La película tiene
muchísimos méritos, pero yo me atrevo a destacar, aparte de la maestría
técnica, su grandísimo encanto “retro”: el manido argumento (las estrellas ante
el sonoro), la presencia del perrito sabio, la ingenuidad de los sentimientos y
las reacciones, la cuidadosa recreación de un modo pretérito de crear y
expresar.
Obra también en
favor de la cinta su brevedad: los cien minutos, hay que decirlo, se pasan en
un suspiro, por la variedad, la creatividad y la fluidez de las sucesivas
secuencias.
“The Artist”, una
película francesa pese a su (comercialmente inglés) título, es una prueba (de
tantas) de las excepcionales pujanza y calidad del cine francés. Una industria
capaz de concebir y de llevar a término (y a triunfo) un proyecto así demuestra
estar a años-luz de lo que el cine español es capaz no sólo de financiar sino
de imaginar (empantanado entre comedias tontorronas y fatigosas revisitaciones
de la Guerra Civil). (26 de enero de 2013)
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