3 feb 2013

“El artista” (2011), de Michel Hazanavicius


Mis notas a "El artista" (2011), de Michel Hazanavicius


Esta película hubiera debido ser una rareza, pero se convirtió en un éxito mundial, y en la triunfadora de los Oscar, gracias a la inversión y a la promoción norteamericanas que la sostuvieron desde el principio.

Dejando aparte las razones de su difusión universal, la película es espléndida, un verdadero placer tanto para el espectador común como para el más “connoisseur” de la historia del cine y de su lenguaje.

Está hecha con un buen gusto exquisito, con un conocimiento histórico/técnico y un encanto sobresalientes.

La historia no es original ni pretende serlo: actor que entra en declive y actriz cuya carrera arranca en paralelo, ambas suertes debidas a la llegada del cine sonoro; referencias inevitables: “Sunset Boulevard” y “Cantando bajo la lluvia”.

Las pretensiones argumentales no van tampoco más allá: asistimos a la caída de uno y al ascenso del otro; vemos cómo su amistad se torna en amor cuando las circunstancias les separan y se agravan para él; terminamos en un tono optimista, cuando al final ella encuentra una salida para él, que ha tocado fondo, reconvirtiéndose ambos en un brillante y exitoso dúo de claqué a lo Ginger Rogers/Fred Astaire.

La magia de la película es conocida: se trata de un film en blanco y negro (lo que “puede suceder”) y mudo (lo que es excepcional, un auténtico desafío a “la taquilla”); y la misión del guionista/realizador es hacer que una extravagancia así se sostenga en 2011.

Bien, no sólo se sostiene: funciona espléndidamente: y ello porque la película está elaborada usando el lenguaje, que el realizador Hazanavicius conoce muy bien, de aquellas viejas películas de los años 20, un lenguaje pasado de moda, pero no superado, un lenguaje muy simple, pero de alcance universal.

Un recurso de ese lenguaje es, obviamente, la gestualidad; los actores, especialmente Dujardin, exageran las sonrisas, las miradas, convierten sus muecas o gestos en mensajes elocuentes, muy significativos y cargados de emoción: no hay duda de que actuar así requiere maestría, y Dujardin brilla en el uso de su rostro y de su cuerpo.

La película, sin dejar de pensar en el público, es al mismo tiempo un ejercicio de lenguaje cinematográfico, un ensayo sobre la forma de mirar y contar del cine mudo, un homenaje al lenguaje no verbal, idóneo para la emoción simple e inmediata, abierto al humor, al horror, a la intriga, a las mil posibilidades del rostro humano, de aquel cine primitivo.

También los modos narrativos se siguen fiel y eficazmente: la cuidadosa creación de ambientes (con un uso detallista e inteligente de la iluminación: los claroscuros, las sombras, los tonos de la indumentaria), la concentración (y la explotación gestual) de los avatares de la trama, la progresión fluida y bien pautada de los acontecimientos.

Hay muchas ironías con la voz/la sonoridad: desde la escena inicial de la película, en la que vemos a un exasperado Dujardin gritando bajo tortura “No hablaré, no hablaré” en su exitosa proyección (un espléndido momento de “cine en el cine”, y un arranque de película auténticamente genial, que nos sumerge en pocos segundos en la atmósfera del cine y del “star system” de la época); pasando por ese momento en que los objetos comienzan a tener sonido (para nosotros) mientras a Dujardin, que se desgañita, no podemos oírlo (¡ni puede oírse él mismo!); hasta ese final en que el sonido estalla tras el baile de claqué.

Espléndida la elección de actores: son rostros, verdaderamente, de cine mudo; Dujardin está muy bien, pero las caras de Bérénice Bejo o de John Goodman son ciertamente ideales para una peli “de los años 20”; y John Cromwell no desentona, como el lealmente inexpresivo chófer de la estrella en desgracia.

Quizá la estrella de la película, por la cantidad de corazones y de sonrisas que ha ganado para ella, sea el perro (¿qué recurso más sencillo, y eficaz, y de recompensa inmediata, que un simpático perrito gracioso e inteligente?: un animal así es un espléndido elemento para una película muda, y un elemento cuya simplicidad no está reñida con su brillantez y con su eficacia sobre las emociones más sencillas del espectador); el perrito (llamado Uggy, por cierto) es la compañía continua de Dujardin, en los filmes y en la vida, y es quien, en la hora más oscura de la estrella caída, cuando destruye sus latas de películas y prende fuego a su misérrimo hogar con la intención de terminar con esta vida cruel, le salva la vida yendo en busca de un policía; pero Uggy es realmente un perro sabio, que, para nuestro regocijo, se desmaya cuando ve un remedo de disparo, que casi gesticula (Dujardin y él en la mesa, mostrando gestos idénticos), que está siempre ahí, como un Idefix en claroscuro.

Mención especial, la guinda sobre el pastel (como dicen los franceses), es la excepcional banda sonora, que sostiene por sí sola toda la película, acompañando y acentuando, con variedad, vigor y brillantez, sus momentos de intriga, de drama y de humor: es de nuevo el caso de aquellas viejas producciones del cine mudo, pero aquí el compositor va más allá del consabido piano de acompañamiento, creando verdaderas piezas orquestales; la música, que es espléndida, se usa espléndidamente a lo largo de la película.

Pese a todo, esta gran película no puede ser considerada un, digamos, “paso adelante” de eso llamado “séptimo arte”; ni lo pretende, por supuesto, ni son verosímiles las críticas que la alaban más allá de una cierta medida (por ejemplo, he leído alguna queja respecto a haber sido preterida a “El árbol de la vida” en el festival de Cannes –creo–; bien, sin haber visto aún la obra de Terrence Malick, me atrevo a apostar que su propuesta es más progresiva y creativa, visual, cinematográficamente, que la de Hazanavicius: nada más normal ni más plausible).

La película tiene muchísimos méritos, pero yo me atrevo a destacar, aparte de la maestría técnica, su grandísimo encanto “retro”: el manido argumento (las estrellas ante el sonoro), la presencia del perrito sabio, la ingenuidad de los sentimientos y las reacciones, la cuidadosa recreación de un modo pretérito de crear y expresar. 

Obra también en favor de la cinta su brevedad: los cien minutos, hay que decirlo, se pasan en un suspiro, por la variedad, la creatividad y la fluidez de las sucesivas secuencias. 

“The Artist”, una película francesa pese a su (comercialmente inglés) título, es una prueba (de tantas) de las excepcionales pujanza y calidad del cine francés. Una industria capaz de concebir y de llevar a término (y a triunfo) un proyecto así demuestra estar a años-luz de lo que el cine español es capaz no sólo de financiar sino de imaginar (empantanado entre comedias tontorronas y fatigosas revisitaciones de la Guerra Civil).     (26 de enero de 2013)

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