29 mar 2013

“La niña de tus ojos” (1998), de Fernando Trueba


Mis notas a “La niña de tus ojos” (1998), de Fernando Trueba


Super-producción española que resulta ser una dispendiosa españolada (¿”super-españolada”?) de nuestra época.

La realización de Trueba es habilidosa, pero está al servicio de un guión absurdo, entre cuyos firmantes se encuentra, para total perplejidad y decepción del espectador, el nombre venerable de Rafael Azcona (en 1998 sin duda ya en plena decadencia...).

Casi todo se basa en una explotación desmesurada de estereotipos (los españoles de los años cuarenta –o de siempre–, los alemanes, la andaluza, los franquistas, etc., etc.).

El filme toma muy pronto un tono de vodevil de inquietas puertas de dormitorio, pero sin gracia alguna. El guión carece de chispa, e intenta suplirla usando frases picantes o soeces; en un momento dado, nos encontramos en pleno guirigay de “metérmela”, “chupársela”, “pollas” y expresiones de parecida ingeniosidad… 

Falta toda finura y gracia en el humor, ya se trate de la borrachina Sardá o del barullo sexual de Jorge Sanz, Neus Asensi, María Barranco y el resto.

La documentación o recreación o aproximación histórica es inexistente. No se entiende a qué ton lo de ocuparse del rodaje de una peli española en la Alemania de los años ’40, cuando de Alemania, del nazismo o del real funcionamiento de la maquinaria cinematográfica bajo la dirección de Goebbels no se nos muestra ni se nos transmite absolutamente nada. (¿Quizá se trataba sólo de pagarle unas vacaciones a esos esforzados “chicos del cine”?).

El único asomo de la Alemania real de la época (o sea, en el lenguaje pueril de esta españolada, o super-españolada, de “lo malísimos que son esos señores”) lo encontramos en la historia del prisionero ruso del que Cruz queda prendada. Por supuesto, esta trama surge y evoluciona exclusivamente porque el detenido ruso es un guapo mozo…

Lo que mejor funciona dentro de la película son, quizá, los momentos “berlanguianos” (entendiendo por tal corales), aunque por desgracia el guión de esos diálogos polifónicos es muy endeble, girando casi por completo en torno a rifirrafes sexuales.

El personaje execrable de Goebbels hubiera merecido un poco más de respeto histórico. En la película no es más que un fantoche (y lo que se le obliga a hacer, decir y padecer durante ella es, sencillamente, tan humillante que el “pobre” doctor Goebbels casi nos inspira un poquito de compasión…).

Durante muchos minutos la peli no está en ninguna parte ni se dirige a ninguna parte. Después se intentan algunas tramas (Cruz y Goebbels, Cruz y el ruso, Cruz y Resines), y el inicial aire vodevilesco se esfuerza por cobrar tonos más serios. Pero el intento es fallido, y la impresión final es de una película deslavazada y a la deriva, incapaz de elegir (o de equilibrar) entre lo jocoso y lo serio, y finalmente decepcionante tanto en un un registro como en el otro.

La película vale poquísimo también como historia de “cine en el cine”: no vemos nada de la UFA, o de sus modos de producción o de instrumentalización ideológica: se trata sólo de tipos hablando en alemán sin ton ni son. Pero no basta sólo con eso, ni siquiera para transmitir (al menos) una atmósfera convincente.

Los momentos de oposición o de enfrentamiento de la “troupe” española a los nazis son penosos: Cruz dando sopa al prisionero, el grupo de artistas españoles amparando al prisionero escondido en el arcón, la agresión física a Goebbels, etc. ¡Desde luego, estamos a años-luz del chispeante y talentoso Lubitsch!

Da pena ver a Hannah Schygulla, que fue tanto el cine europeo de los años ‘80, hacer el ridículo de esta manera, interpretando a una inverosímil Frau Goebbels.

Penélope Cruz actúa bien, dentro de lo poco actuable de la peli (es una andaluza guapa y salerosa defendiendo su “virtud” frente a los embates de Goebbels, para correr de seguido a entregársela al pobrecito, y sobre todo apuesto, prisionero ruso…).

La relación amorosa entre el director Resines y la “prima donna” Cruz es un naufragio integral desde el principio. El delirante remate de esta relación es una despedida a lo “Casablanca” (o sea, en la pista del aeropuerto, junto al avión) que resulta ridícula a más no poder. En general, ninguno de los momentos dramáticos funciona (¡tampoco los momentos dramáticos!), y Resines, en un registro serio, emocional, está perdido por completo dentro de un guión plagado de clichés banales y de sosas picardías.

La película es un fracaso como comedia (escasa y zafia gracia), como drama (sin nervio ni ilación ni perspicacia), como filme histórico (podría haber transcurrido casi en cualquier sitio, por más que hayan trufado los diálogos de intervenciones en alemán subtitulado) y como esperpento berlanguiano (el flojo guión desdibuja a todos los miembros de la “troupe”, cuando el Azcona de antaño los habría hecho resaltar a todos, o casi…). “La niña de sus ojos” se trata de una simple españolada hecha con mucho dinero, de un despilfarro de medios al servicio de un guión que no vale casi nada.

Francamente, he estado echando vistazos al reloj durante muchos minutos de la proyección, porque me estaba aburriendo (¡con todas las letras!).

Una pregunta cuya sola formulación despierta la melancolía: ¿es ésta una película española “seria”, realizada con pretensiones artísticas o con una mínima voluntad de permanencia?          (20 de marzo de 2013)

“Vacaciones de ferragosto” (2008), de Gianni di Gregorio


Mis notas a “Vacaciones de ferragosto” (2008), de Gianni di Gregorio


Más que una película, se trata de una promesa de película. Se proponen un tema y un tratamiento y, justo entonces, la película se termina. Pues “Pranzo di Ferragosto” es apenas un largometraje: dura setenta y dos minutos.

Al parecer, la extrema brevedad es debida a las estrecheces presupuestarias. También a causa de ellas –aunque sin duda no sólo a causa de ellas– el director elige la grande y vetusta vivienda de su madre (difunta, parece), en el centro de Roma, como escenario para el rodaje, así como a unas señoras de la misma barriada que la casa, en vez de a actrices profesionales, para que hagan, literalmente, de ellas mismas. Y es evidente que los medios de rodaje son austeros a más no poder. (Con todo, el filme costó finalmente, he leído en alguna parte, medio millón de euros; gozó del sostén financiero de la productora de Matteo Garrone, el director de “Somorra”, que parece un antiguo amigo y colega de Di Gregorio).

Es también propia del autor, hasta cierto punto (me entero de todo esto viendo los extras del DVD), la historia del tipo que, de buenas a primeras, se encuentra, en pleno agosto, haciéndose cargo de varias ancianas que le confían algunos amigos o conocidos.

Di Gregorio es autor de la idea, director, guionista y protagonista, y desempeña todas esas funciones a la perfección.

El principio es memorable: el hijo leyendo “Los tres mosqueteros” a la ancianísima madre, que de repente le interrumpe para preguntar “cómo es D’Artagnan” físicamente. Es un jubiloso sobresalto comenzar la película de un modo tan original, tan chusco y tan entrañable, todo al mismo tiempo.

Luego se producen las propuestas del administrador del edificio y del amigo médico, y he aquí que el protagonista se encuentra obligado a cuidar, alimentar y atender a cuatro ancianas durante un día y medio.

El punto fuerte de la película es la estupenda captación, plena de naturalidad y de “bondadosa malicia”, del modo de ser y de interactuar de las cuatro ancianas (que se presentan, obviamente, como ejemplos o representantes del amplio colectivo de las ancianas italianas –al menos italianas– de nuestros días).

El tono es muy divertido y muy amable, tan perspicaz como entrañable, finalmente pleno de comprensión y de indulgencia.

Ahí vemos la amabilidad de las buenas mujeres, y también qué pronto ésta cede a la conveniencia o al capricho (el eterno conflicto por quién hace uso de la televisión…), y éstos a su vez a la rebelión o a la rabieta infantiles; la coquetería innata, que ni la ancianidad puede vencer (los recargados maquillajes de la nonagenaria madre del protagonista, los ensayos estéticos con el cabello o con el atuendo, las ironías y facecias acerca de los “amigos”); la solidaridad a veces con cruel con las compañeras sujetas a una dieta o a un medicamento (“yo preferiría no comer a comer eso”, le suelta la cocinera de pasta a la madre del médico, que no puede ingerir sino verduritas…), y la propia, ocasional rebeldía de las sometidas a tan estrechas prescripciones (…madre del médico que, de noche, asalta la cocina para darse un atracón de los manjares prohibidos…); en fin, la verbalidad indómita, que, cuando no se desahoga en la charla de salón, se ceba, infatigable, interminablemente en la propia memoria y los recuerdos de antaño...
  
La impresión global es de “descubrir” facetas que de ordinario no nos llaman la atención en ese colectivo tan próximo y a la vez tan misterioso: las ancianas, las abuelas. La película nos muestra ejemplos de vitalidad, acaso a veces un poco delirantes (la vieja que se escapa al bar, lo madrugadoras que son todas); nos enseña con seriedad la desatención social de estas mujeres (atadas a una persona –un hijo o un cuidador– cuya ausencia plantea un verdadero problema familiar y social); nos transmite con ternura su vulnerabilidad física o anímica (la salud, el qué dirán); nos esboza su peculiar forma de ser, tan pronta a sentirse agraviada por futesas como a reconciliarse y a anudar nuevas amistades (y las cuatro mujeres al final no quieren separarse, en ese final anticlimático, apacible, hogareño, de la comida del 15 de agosto…).

Para satisfacer a estos seres inagotables, repletos de vida, sedientos de experiencia, el protagonista tiene que recorrer Roma (en el vespino de su amigo Vikingo) en busca de buen pescado para la comida de Ferragosto –como llaman los italianos al muy festivo y católico 15 de agosto–: el director nos da así un paseo por la ciudad semi-vacía en la canícula y la luminosidad del sol de agosto…

El tema del filme es cotidiano, realista, a pie de calle: cuál es el lugar y el tratamiento de los ancianos en nuestra sociedad; de esos ancianos que, a pesar de su edad, a pesar de su aspecto, a pesar incluso de su salud, se sienten llenos de interés por las cosas, de curiosidad por las personas, de pura vitalidad (¡y se sienten así porque nadie –salvo casos patológicos– envejece por dentro del mismo modo que envejece por fuera!).

En suma, una notable miniatura, una muy esperanzadora “promesa de película” (película que quizá Di Gregorio no ruede nunca, pues, cinco años más tarde del éxito de “Pranzo di Ferragosto”, sólo ha dirigido otra obra, “Gianni y sus mujeres”, de asunto muy dispar a la que nos ocupa).           3 de marzo de 2013

3 mar 2013

“En el centro de la tormenta” (2009), de Bertrand Tavernier


Mis notas a “En el centro de la tormenta” (2009), de Bertrand Tavernier


Se trata de una película policíaca, ambientada en la sureña Luisiana, y basada en la novela “In the Electric Mist with Confederate Dead”, de James Lee Burke. El protagonista de esta (y, parece, de otras) novelas de Burke es el detective Dave Robicheaux, aquí encarnado por Tommy Lee Jones.

Tavernier amó tanto la novela que para “su” película norteamericana decidió adaptarla al cine. El rodaje y la post-producción fueron, parece, tortuosos; la relación director-protagonista, complicada; y el resultado final, no muy satisfactorio para los productores norteamericanos.

Y ciertamente la novela (se percibe en los pasajes “en off” en que el detective reflexiona, y también en las ocasionales interpelaciones al detective del general sudista –que se le aparece y desaparece en los pantanos, o en los momentos de soledad, como una alucinación, o como una proyección del alma, de la memoria o de la sabiduría del entorno–), ciertamente la novela debe de tener una atmósfera y una introspección muy peculiares, dentro del retrato y del relato realista de crímenes, maleantes, policías y pesquisas al uso.

El resultado cinematográfico es sólo medianamente satisfactorio.

Para empezar, la película, sin ser lenta, tiene un “tempo” muy particular, dejando espacio para la distracción, la divagación o incluso la alucinación del protagonista. Pero ese ritmo no me parece lo bastante “atmosférico”, o lo bastante “introvertido”, o lo bastante “artístico”, como para ser convincente. Aunque suene un poco mezquino, da la impresión de que responde nada más al modo parsimonioso de hacer de “un anciano director europeo”…

 Más expresividad, más efectos, más manierismos, serían de esperar de una película basada en una novela al parecer tan inclinada a un cierto “realismo mágico” (un realismo mágico sureño, de los pantanos, neo-racista, nostálgico del Honor y la Gloria de la Confederación).

Añádase a ello que Tavernier, supongo que por fidelidad a la novela, no se recata de introducir en la película personajes y tramas (por ejemplo, el cantante negro, o el antiguo carcelero) que contribuyen a hacer la historia por momentos tortuosa o críptica. Los giros o las revelaciones son a veces exagerados: por ejemplo, ¿en qué enriquece la trama el que sepamos al final que el Robicheaux niño presenció el asesinato del hombre negro en el río?, ¿o el ridículo remate (a lo “El resplandor”) mostrándonos la foto, por tanto real, de Robicheaux con los soldados del Sur?

Sin duda en la novela todas las líneas aparecerán mejor entrelazadas, fusionadas y explicadas; en la película hay sencillamente demasiados cabos, que dispersan la historia, la alargan y a veces la retuercen. Otro ejemplo: la figura del actor alcohólico; bien mirada, ¿qué aporta a la historia aparte del descubrimiento del segundo cadáver y la oportunidad de que a su bella amiga le acaezca una desgracia?

Quizá nos encontramos ante otro caso de novela inadaptable que Tavernier, llevado sólo por su entusiasmo (de lector) por el libro, se ha empeñado en rodar. Bien, la realización es impecable (se percibe fácilmente a un director veterano, con oficio y, por momentos, con un estilo propio), pero demasiado controlada (no diré “académica”). Y el guión es sencillamente demasiado ambicioso, o demasiado fiel a la novela.

Es muy plausible el traslado del ambiente en la Luisiana post-Katrina: los mafiosos locales (John Goodman) robando el dinero de la ayuda federal, el inveterado (ahora sutil) racismo flotando en el ambiente, el aire de pueblo grande (en que es mejor cuidar siempre de lo que se dice, e intentar no pasar nunca más allá de las insinuaciones y las medias palabras), la densidad del pasado (comparable a la del ambiente mefítico de los pantanos…), los esfuerzos de los voluntarios (Mary Steenburgen, la mujer del detective) por reparar o paliar los destrozos dejados por el huracán, la impresión abrumadora (pero indefinible) de encontrarnos en un rincón “dejado de la mano de Dios”…

Es propia sin duda también de la novela (un relato en primera persona, parece) –pero no favorece a la película– la omnipresencia de Tommy Lee Jones, el detective. Siendo el narrador, naturalmente ha de verlo todo, pero la propia contención o disciplina de la película acaba cargando todo el peso expresivo de la historia sobre los hombros del actor. Y aunque Jones y su rostro, tan bien tallado por el tiempo, cumplen sobradamente con su trabajo, que ellos solos sostengan el filme puede haber sido pedir o esperar demasiado.

 Otra prueba de sobrecarga, de complicación, de tortuosidad, en la trama: hay sencillamente demasiados “cara a cara” entre los dos grandes caracteres de la película (el poli y el mafioso, o sea, Jones y Goodman); una película o un guión más concentrados los hubiera reducido drásticamente, a dos o tres. Pero, una vez más, me temo que Tavernier está siguiendo fielmente la novela.

En suma, una obra, si no fallida, sí poco convincente. Tavernier escogió, mucho me temo, una novela inapropiada para ser trasladada a la pantalla, o inadecuada para su estilo de dirección, o a la que no supo “perder el respeto” en pos de una adaptación más concentrada y expresiva. Dicho desde otro ángulo: la forma de rodar de Tavernier no parece la más idónea (ni él hace lo más mínimo por que lo sea) para esta historia de “realismo mágico”, en que viejos generales muertos un siglo atrás asedian las incertidumbres y las debilidades de un detective escrupuloso que deambula entre cadáveres torturados, matones provincianos, actores a la deriva y tipos marginales.         (28 de febrero de 2013)

“J. Edgar” (2011), de Clint Eastwood


Mis notas a “J. Edgar” (2011), de Clint Eastwood


Un biopic ejemplar sobre J. Edgar Hoover (1895-1972), el hombre que dirigió el FBI durante casi medio siglo y que, por ese solo hecho, resulta ser una de las figuras decisivas en la historia de los EE.UU. en el siglo XX (y, desde luego, una figura más importante que muchos presidentes). Hoover dotó a los Estados Unidos de una policía moderna, profesional, despolitizada, meritocrática, independiente (responsable sólo ante el Fiscal General), formada académicamente, crecientemente científica (abierta a forenses y peritos de todo tipo) y, en la base de todo ello, con la lealtad como exigencia absoluta. Además de eso, Hoover, dada su posición al frente de la policía federal, desempeñó un papel clave en la configuración y la “depuración” de la sociedad norteamericana, impulsando leyes, dictando políticas, señalando enemigos, logrando prerrogativas. Su increíble pervivencia al frente de la institución que contribuyó a fundar se ha atribuido, muy plausiblemente, a la cantidad de secretos acerca de presidentes y grandes personalidades públicas que atesoraba, como herramienta de presión o, llegado el caso, de supervivencia. Fuera de toda duda han quedado para la historia su patriotismo (mejor o peor entendido), su espíritu de sacrificio, su capacidad intelectual y de trabajo, su obsesión con los medios de comunicación, su absoluto compromiso con la institución policial que fundó y dirigió desde su temprana juventud (1924) hasta el mismo momento de su muerte.

El “biopic” es ejemplar porque nos cuenta todo esto gráfica y exhaustivamente. El modo de contarlo es más discutible (volveré sobre esto).

El guión recorre la carrera de Hoover, lo que es tanto como decir que repasa la lista de sus enemigos y de la implacable lucha que el FBI, con él al frente, llevó a cabo contra ellos. La enumeración es larga: los comunistas revolucionarios y pro-bolcheviques de la primera postguerra mundial (los ocho atentados terroristas simultáneos de 1919 y las proclamas insurreccionarias de Emma Goldmann, en los tiempos “primitivos” de la policía, antes de que los EE.UU. tuvieran una verdadera fuerza policial a la altura de los desafíos modernos); los gángsteres de las épocas anterior y posterior a la Gran Depresión (con la caza de Dillinger como hito); el espectacular caso del secuestro del hijo de Charles Lindbergh (el mítico aviador), en 1932; el espionaje a Eleanor Roosevelt o al mujeriego JFK, con el único fin de tener “atados corto” a los presidentes y, sobre todo, de defender su puesto al frente del FBI; y finalmente, la figura de Martin Luther King y la causa que éste encarnó (y que para Hoover, que intenta por todos los medios forzarle a renunciar al Nobel de la Paz, no incluía sino a “degenerados y radicales, como en 1920”).

En todos estos frentes sucesivos, vemos a Hoover mostrarse como y convertirse en la figura harto cuestionable que llegó a ser: ya en la cruzada anticomunista de 1919 es un abstemio y un adicto al trabajo, un tipo anormalmente saludable, convencido y enérgico (su madre le aconseja que empiece a fumar, para dominar los nervios…) –aun con algún fugaz ramalazo de inseguridad–; es un maniático del control (sueña con poder clasificar a todos los ciudadanos, usando métodos científicos, igual que se pueden clasificar los libros de la Biblioteca del Congreso); no tiene dudas de sus preferencias y opciones ideológicas, rotundamente conservadoras; se jacta de tener un buen ojo para las personas, a las que puede conocer por dentro muy rápidamente; carece de escrúpulos legales o legalistas que puedan impedirle llevar a cabo sus operaciones de “limpieza” del suelo nacional (detenciones y deportaciones multitudinarias: “así de fácil se sienta un precedente”, dice tras lograr la deportación de Goldmann); y es sobre todo un personaje ansioso de poder (de poder en la sombra, de poder difuso y oscuro, ejercido en forma de vigilancia sobre la población general, que está decidido a proteger de sí misma y de los elementos nocivos agazapados en su seno…).

Con los años, vemos solidificarse en Hoover sus fobias y sus rutinas: ve comunistas y amenazas a la vida nacional por todas partes (incluso en el movimiento de Martin Luther King…), se empeña en espiar y archivar datos de –literalmente– todo el mundo en los EE.UU. (empezando por los presidentes y sus señoras), no vacila en usar esos datos para el chantaje (conversación con Robert Kennedy), se muestra ansioso por cautivar a la prensa y ser objeto de la admiración popular (sesión de fotos con Shirley Temple, detenciones de gángsteres, aparición buscada y disfrutada en tebeos populacheros), arranca aún más poder (naturalmente usando sus secretos para hacer chantaje) al presidente Roosevelt (facultades de vigilancia no judicial), alcanza su cima de popularidad (que usa para promover, inteligentemente, leyes penales de ámbito federal, así como para progresar con la modernización de una policía que, lógicamente, necesita y obtiene más presupuesto) con la detención y condena del secuestrador y asesino del bebé Lindbergh (un tal Hauptmann, en 1934), se entrega ocasionalmente a verdaderos accesos de celos (el agente Purviss, que detuvo a Dillinger) o de cólera o de paranoia anti-comunista (de nuevo M.L. King).

Atención: acerca de la trayectoria pública de Hoover NO se cuenta todo. Desconozco si por afán de síntesis, o por dejar “fuera de foco” asuntos (u “ofensivas”) especialmente delicados, pero, por ejemplo, el movimiento del mismo King (y el trágico final de éste) son poco más que aludidos. Y la película no dice absolutamente nada del rol de Hoover (y del FBI) en los momentos de agitación estudiantil de los ’60, ni tampoco (lo que hubiera sido especialmente interesante) de su actuación durante los años oscuros del maccarthysmo.

Hasta aquí el personaje público, y lo que el “biopic” nos cuenta de él. Es el momento de comenzar a hablar de la persona privada y de su tratamiento: las opciones del guión son, en este punto, muy arriesgadas.

Hoover es desde el principio una figura muy vinculada a su madre (Judi Dench: muy buena actriz), una mujer fuerte que ha impreso en él la idea de tener un destino providencial. La madre es la fuente de la fuerza de Edgar, su soporte moral y su reserva de energía, y la película retrata esto perfectamente. Aquí las cosas empiezan a ponerse delicadas. Esta ligazón a la madre, y su función como proveedora de energía, degenerarán, cuando ella falte, en el recurso psicológico, ocasional, guiado por esa necesidad o dependencia “energética”, a la aberración del travestismo (usando las ropas de la madre para –intentar– asumir con ello su vigorosa personalidad); el momento de vestir las ropas maternas está mostrado con delicada expresividad y comprensión en la película, hay que decirlo.

Antes de eso ha habido un rotundo diálogo entre Hoover y su madre (un momento de espléndida escritura cinematográfica, por cierto), en que queda claro que la misoginia, o misofobia, de él oculta algo que la madre se apresura a contrarrestar (“antes un hijo muerto que uno mariquita”), condenando a Hoover de este modo a la represión interna y a sus desahogos mediante la “represión” externa, policial (valga el facilón juego de palabras).

A esta conversación entre madre e hijo se ha llegado después de que Hoover haya intimado con, y se haya hecho adicto a la frecuentación de, su segundo Clyde Tolson (1900-1975), al que Hoover eligió para el puesto ya en los años ‘20. En fin, dicho sin tapujos, es más que evidente que hay una fuerte atracción, obviamente homosexual, entre los dos hombres (hasta qué punto Hoover cedió a sus tendencias sexuales con Tolson es materia de discusión erudita; la película muestra perfectamente el punto de crispación que, presionado por la madre, y por la opinión común, a casarse –¡con Dorothy Lamour!–, y necesitado al tiempo de la compañía del “amigo”, alcanzaron las relaciones entre los dos).

El guión se va moviendo crecientemente hacia el lado “personal” de la vida de Hoover, hasta el punto de que el peso de esta vertiente sentimental/sexual acaba inclinando demasiado el “biopic” hacia el puro “gossip”.

El efecto sobre el espectador es muy ambiguo. Por un lado, hemos obtenido lo que esperábamos de una película de Eastwood; por otro, la consecuencia lógica (política o cívica) del relato se diluye en una nube rosa. Me explico: Eastwood ha elegido a Hoover como uno de sus personajes típicos: un “llanero solitario” dispuesto a hacer justicia (o, mejor dicho, a imponer “la ley y el orden”…) por encima de todo, desdeñoso de los cauces institucionales o democráticos, sin arredrarse por tiquismiquis legales y sin permitirse ninguna duda acerca de su legitimidad y superioridad moral (es decir, el típico seudo-fascista habitual en las cintas de Eastwood, ese político republicano de manual). Que aquí el héroe esté al frente de la policía no significa gran cosa, porque la policía es para él sólo un medio para esos fines (que son ante todo personales) patrióticos e ideológicos. Hay que reconocer a Eastwood (aunque el mérito es mayormente, por supuesto, del guionista de la película) que el retrato de Hoover se nos ofrece lleno de zonas umbrosas y polémicas, sin ocultar sus delirios y sus argucias, sus inseguridades y sus cóleras (“un pobre hombre horrible, mezquino y asustado”, le llama Tolson en un momento de discusión airada). ¿Pero significa esto que Eastwood esté siendo perfectamente honesto?

Aquí entra el lado B del guión: el lado privado del personaje Hoover. Y, como he dicho, este lado va apoderándose lentamente de todo lo demás. Al final del filme, los dos viejecitos Hoover-Tolson son casi entrañables, y la película termina en una declaración de amor entre los dos (que casi oblitera los reproches últimos: “todo era mentira”, por ejemplo las detenciones de gángsteres hechas personalmente por Hoover) y en una proclama de Hoover en pro del individualismo, de la fe religiosa y del amor, como los valores supremos de la humanidad. Un final así reduce todo el resto a pecadillos, y nos deja, o lo intenta, una imagen favorable de Hoover, humano como nosotros al fin y al cabo. De manera que la historia sentimental se impone sobre la política, anulando en buena medida el efecto logrado hasta ese momento con el retrato descarnado del Hoover público, policial, implacable.

Esto puede no resultar tan extraño, siendo el guión obra de Dustin Lance Black, el también guionista de “Milk” (la cinta sobre el pionero congresista homosexual). Y desde luego no es nada extraño teniendo a Eastwood en la dirección (no a Oliver Stone, o a Costa-Gavras, o a alguno de los directores “políticos” italianos de los años ’70).

Para terminar, una palabra sobre la fotografía, que me parece magnífica, usando de tonos grises y ocres que nos transmiten perfectamente la idea de una época de combates y héroes (o anti-héroes) al mismo tiempo grisáceos y nítidos.

Y otro breve párrafo sobre la estructura, que podría considerarse confusa, laberíntica (con saltos continuos y arbitrarios en el tiempo), pero que, tomada más bien como una sucesión de momentos e impresiones (y no otra puede ser la aproximación cinematográfica a una vida tan plena de eventos como la de Hoover), da una impresión caleidoscópica (de mucha gente, de muchos momentos, de muchos diálogos, de muchas decisiones) que a mí al menos sí me convence.

Sobre los maquillajes de los personajes ancianos, DiCaprio como Hoover sesentón puede ser aceptable, pero lo que le hacen a Armie Hammer (en el papel de Clyde Tolson) o a Naomi Watts (en el de la fiel secretaria –y esta palabra nunca fue mejor usada– Helen Gandy) es un auténtico crimen estético. 

      "Nadie comparte poder alegremente en Washington D.C."        (25 de febrero de 2013)

“El concierto” (2009), de Radu Mihaileanu


Mis notas a “El concierto” (2009), de Radu Mihaileanu


Una exitosa comedia francesa (¿o franco-rumana?) cuyo argumento es bien conocido: un director de orquesta ruso represaliado encuentra el modo de resarcirse (profesional y personalmente –tiene una hija no vuelta a ver y que ignora quién es su verdadero padre–) ofreciendo un concierto en París con su antigua orquesta del teatro Bolshoi; todo ello gracias a un fax oportunamente interceptado y a una masiva usurpación de identidad (haciendo pasar a los músicos de antaño por la orquesta del Bolshoi actual).

Es una comedia de brocha bastante gorda, que logra la hilaridad gracias a elaboraciones y exageraciones sobre clichés (los rusos pretéritos y actuales, el sistema político comunista, los gitanos y su modo de vida, etc.), y que se convirtió en un éxito de público redondeando el humor con una historia sentimental (el director quiere a una violinista precisa para su representación; sólo él sabe, y pronto nosotros, pero sólo en el instante de la apoteosis final lo sabrá ella, que la chica es hija del director, nacida en aquellos años convulsos del brezhnevismo agresivo) y, evidentemente, con una copiosa dosis de música, sobre todo de Tchaikovski (“Concierto 35 para violín y orquesta”, cuya ejecución es el horizonte y el culmen de toda la trama).

Como es una comedia intranscendente, no hay que ponerse demasiado puristas con lo que en ella se dice. Sin embargo, ya que algunas tesis (explícitas o implícitas) son harto discutibles, me permitiré poner algunas pegas incluso al simplón mensaje vehiculado por este simplón filme.

Pero ante todo anotaré que la sátira de los rusos y de la política comunista es desaforada: desde la concentración de manifestantes “a sueldo” del principio del filme (concentración que es un fenómeno también ibérico, por cierto…) hasta la ostentación del número de invitados en las bodas actuales; desde la exhibición impúdica de lo más “kitsch”, hortera y chusco que la riqueza puede comprar (en el momento de la boda del mafioso ruso) hasta esa arrogancia ilimitada, que no retrocede ni ante la violencia (tiroteo en la boda) ni ante el sentido del ridículo (el violoncelista estridente) ni ante la intimidación más franca (ese mismo violoncelista, que ha costeado la aventura de la orquesta y quiere tocar en ella, y no sólo eso: quiere además aparecer en más o menos TODAS las cámaras de las televisiones francesa y rusa).

La sátira es desaforada y a veces se extralimita: una cosa es reírse de los “nuevos ricos” rusos, o de la propensión alcohólica de no pocos eslavos, y otra es pintarlos como auténticas hordas salvajes (arrasando un hotel parisino, o mostrando un comportamiento tumultuario a la vista de un billete de cinco euros) o como idiotas integrales (que toleran la falsificación de pasaportes en pleno aeropuerto, y a ojos de todo el mundo). Esto es lo que he llamado “comedia de brocha gorda”.

La película hace una proclamación de melomanía, comenzando y terminando por dos hermosas piezas musicales, y además declarando la música como una respuesta universal a casi todo. Por aquí es por donde la comedia, si uno se detiene un minuto a considerarla algo “en serio”, hace aguas.

Tomemos la historia sentimental: el director no le puede decir a la hija, o no quiere, que él es su padre; la protectora de la chica, tampoco; el amigo del director, mucho menos. Sin embargo, hay un punto en que ella quiere saber, en que necesita aclarar del todo las insinuaciones del amigo. Entonces éste le dice, antes de retirarse, que las palabras son traidoras, a diferencia de la música, y que hay que liberar a ésta. Muy bien, entonces esperemos al final del concierto. ¿Qué sucede entonces? Pues que la apoteosis musical, y la apoteosis sentimental que la música ha desatado en los intérpretes, ha “abierto los ojos” de la violinista, que se funde en un abrazo con el director, su padre, al que por fin ha reconocido como tal. ¿Es esto plausible? Desde luego que no: si esto sucede, es consecuencia precisamente de aquellas insinuaciones y medias palabras; o bien, es consecuencia del efecto arrebatador que siempre tiene la música (yo mismo, tras escuchar esos largos y bellos minutos de Tchaikovski, estuve a punto de levantarme de la silla a abrazar mi perchero, sin que eso suponga que el perchero sea mi padre…).

Mi idea es: ojo con desacreditar a las palabras en favor de la música porque, si bien las palabras pueden ser a veces traidoras, la música es traidora, es tramposa, es seductora, SIEMPRE. La música no es un instrumento de conocimiento o de racionalidad o de descubrimiento objetivo. No hace falta ser Platón para saber y tener experiencia de esto (aunque a Platón debemos la explicación clásica).

Bien, bien, nos reímos con los trapicheos del músico judío y su hijo, que, frustradas sus expectativas con el caviar de contrabando, lo intentan, y lo consiguen, con los teléfonos móviles chinos; y nos reímos con las pullas al PSG y a los rusos que van por ahí comprándolo todo (orquestas, clubes de fútbol…); y nos reímos también con las andanzas (de completos “clochards”) de los músicos rusos perdidos por París. Pero volvamos al tono serio.

El comunismo ruso, pasado y presente, se degrada con saña (aquél por atroz, éste por ridículo). Pero sucede igual con el Partido Comunista Francés (PCF), al que se sacude sin piedad (“Estamos pensando en vender el edificio (de la sede parisina): tenemos más oficinas que miembros”; “tuvimos casi un 2 % de votos en las últimas elecciones; sobre 44 millones, eso hace…”).

Estas bromas (que dudo que Mihaileanu hiciera ahora, sin Sarkozy en el Elíseo y con los partidos comunistas creciendo en todo Occidente) se complementan, en un momento clave de la película (el excomisario que antaño sirvió para destruir a la orquesta, y que ahora ha ayudado a congregarla de nuevo y a emprender la aventura parisina, quiere ir a una reunión del PCF), con el discurso del director, argumentando que una orquesta es una agrupación de talentos diferentes comprometidos en la creación de una armonía común (él usa más palabras, pero esa es la idea), añadiendo aviesamente que “eso es el comunismo”.

O sea, que la solución a los problemas socio-económicos, la recta interpretación de los movimientos socio-políticos, la traducción ideal de las utopías sociales (la torpe cuando no terrible traducción real es demasiado conocida…), la tenemos en la imagen de la orquesta. La música, como sucedía con la intriga sentimental de la película, es también ahora la respuesta.

Esta tesis es igualmente inaceptable, para empezar por los motivos antes dichos (la música no sirve a la racionalidad, la orquesta no construye nada “racional”). Pero hay además otras muchas (y alguien más versado que yo en filosofía política daría aún más, y mejores).

Una sociedad no es una orquesta, porque una orquesta sabe qué música tocar y una sociedad vive decidiéndolo o averiguándolo. Una orquesta vive “de memoria”, y persigue una armonía pre-concebida. Una sociedad construye su objetivo al tiempo que lo persigue; vive de “razón” y de “voluntad” (aunque necesite la memoria); y busca creándola una armonía que crea buscándola. Además, una sociedad no es un organismo, sino un artefacto; no es un cuerpo de instrumentos (musicales) sino –dicho apurando las palabras– un instrumento (pero no sólo) de cuerpos (humanos). Por otro lado, ¿qué es eso de “armonía”, o de “equilibrio”? Si hay tal cosa en una sociedad, es un equilibrio siempre complejo, siempre precario, siempre dinámico. Aún más, la orquesta es el paradigma de la “división del trabajo”; y si asumir esa división para una sociedad es hacer una gran asunción, identificar esa división definitoria con “el comunismo” es desconocer del todo los ideales de éste. En fin, no seguiré, puesto que ni es éste el lugar, ni soy yo la persona, para explotar estos temas de nuevo platónicos (en este caso, anti-platónicos).

Para descansar ahora, una nota de belleza: la guapa Mélanie Laurent demuestra ser una excelente actriz, sin duda mejor que el soso e inexpresivo Alexei Guskov, que encarna a su padre, el director del estrambótico concierto.

Por cierto, si la música, como se dice o se implica, es la respuesta a todo, la película debería mostrar mucho más respeto por ella (sí, aunque se trate de una comedia). Tal como la vemos, la música es algo que “les pasa” a los personajes, lo que, desde luego, es lastimosamente inverosímil. En el filme no vemos NADA del esfuerzo, del estudio, de la entrega, incluso del sacrificio, que la música, sea como director o como virtuoso, requiere. Estos músicos tocan como gitanos, sin ensayos ni partituras, pero, como están llenos de emoción y de talento, Tchaikovski les sale naturalmente… Me temo que tengo que usar de nuevo la expresión “comedia de brocha gorda”…           (24 de febrero de 2013)

“Lincoln” (2012), de Steven Spielberg


Mis notas a “Lincoln” (2012), de Steven Spielberg


Una película que se recibe (al menos yo) como un soplo de aire fresco, en estos tiempos de descrédito generalizado (absoluto en España) de los políticos, de la política cotidiana e, incluso, de la Gran Política. Lo que esta película muestra es a un político de alto nivel haciendo política trascendente. Y el efecto sobre la audiencia (al menos sobre mí) es casi catártico.

Me apresuro a anotar lo obvio: que, de entre los muchos Lincolns propuestos por historiadores e investigadores (el Lincoln esclavista de su juventud, el Lincoln cuyo abolicionismo era compatible con su innato y arraigado racismo, el Lincoln marxista para el que la abolición de la esclavitud era sólo parte de una emancipación mayor, etc., etc.), la película nos muestra el más convencional o incluso “idealizado” o “mitologizado” (el visionario obsesionado con acabar con la lacra inhumana de la esclavitud). Pero lo hace con unos tonos realistas, cotidianos, contra un fondo bien tangible de barro y sangre, usando más la técnica del aguafuerte (claroscuros no sólo visuales, y claroscuros minuciosamente matizados) que la de la vaporosa, hagiográfica acuarela. 

La película es política, es sobre la política y describe estrictamente el tortuoso procedimiento político que llevó a la aprobación de la XIII enmienda a la Constitución norteamericana (la abolición de la esclavitud).

Otra cosa que “pasar por encima”: desde el punto de vista de los grandes principios, la Revolución Francesa ya había abolido la esclavitud (una consecuencia: la creación del Estado de Haití) y, más recientemente, el zar Alejandro II había puesto fin a la servidumbre en Rusia en 1861. Pero olvidemos esto, aceptemos el rol pionero del Presidente Lincoln.

La película es política hasta el tuétano, entre otras cosas porque nos muestra a políticos profesionales dedicados a sus menesteres cotidianos: sondean las tendencias populares, se ven obligados a hacer concesiones (o fingir que las hacen) a sus propios aliados (pero ligera o profundamente disidentes), tienen que hacer fintas a los adversarios, no apartan los ojos del factor tiempo (del momento electoral, de la coyuntura más oportuna, de un instante previsible de debilidad del rival), han de disimular sus verdaderas (y a veces sus falsas) intenciones, deben mostrar la flexibilidad necesaria para renunciar a algo para conseguir más (o para conseguir algo más importante, o para conseguirlo más pronto), han de estar dispuestos a mentir y a traicionar sin ninguna vacilación, no pueden perder de vista los intereses o los temores o las esperanzas de aquellos con quienes deben competir (o colaborar), han de saber imaginar estrategias al tiempo que son capaces de mancharse las manos con tácticas y tacticismos. Hay un amplísimo muestrario de todas estas cualidades (o requisitos) del buen político en “Lincoln” (y no encarnadas solamente por él: véase la figura espléndida del astuto radical Thadeus Jones).

Pero “Lincoln” va más allá de este repertorio de herramientas o de “vicios virtuosos” de la política y de los políticos (cuya simple enumeración, naturalmente, nos trae a la mente el nombre clásico de Maquiavelo); puesto en que en “Lincoln” no se trata de un politicastro, del típico arribista aferrado a un cargo, que lo exprime sin piedad y sin otro apuro que el de conservarlo tanto tiempo como le sea posible, hasta conseguir otro aún más fructífero (por desgracia, la vida pública española está plagada de estos depredadores sin escrúpulos). En “Lincoln” se nos muestra a un idealista.

Este es el punto clave del personaje, y de la película: Lincoln tiene una idea para su país, y se trata de una idea basada en principios (éticos, religiosos o incluso lógicos, poco importa). Y es justamente esta idea, y la fidelidad, la pasión y el espíritu de sacrificio con que la sirve, lo que le coloca por encima de los políticos al uso.

He ahí el sentido y la dignidad de la política, que no está en los medios (forzosamente maquiavélicos) sino en los fines; he ahí por qué, pese a sus trucos de picapleitos de pueblo (lo que Lincoln fue en su juventud), pese a sus “malas artes” de todo jaez (el soborno o la intimidación apenas disimulados, presiones y artimañas no muy alejados de la prevaricación o la malversación), pese a sus ocasionales “malas maneras” democráticas (autoritarismo, trapacería, impaciencia), pese a cometer el crimen máximo en una democracia (mentir a los representantes del pueblo) –crimen máximo que es al mismo tiempo el riesgo y el sacrificio máximo del “honesto Abe”–, he ahí por qué, pese a todo ello, Lincoln se erige como un político de talla excepcional, con una proyección y una permanencia histórica.

Y éste es el mensaje de la película en estos tiempos de escepticismo: “eh, esto es la política de verdad, éstos son los verdaderos políticos, ésta es la clase de seres humanos cuyo idealismo y cuyo espíritu de sacrificio ha hecho y debe seguir haciendo avanzar, o guiando el avance, del modo en que las sociedades humanas viven”.

Lincoln es ante todo un abogado, y hay al principio un debate sutil (pero no bizantino) sobre el estatuto jurídico de los esclavos del Sur que, junto al Discurso de Gettysburg recitado al principio, nos da otro ángulo de la película (uno tercero, junto al ideológico y el legalista, podría ser el sentimental, reflejado en las estampas y las cuitas del hijo pequeño de Lincoln). El problema está expuesto con tal claridad, dentro de su finura, que realmente uno queda convencido de que los debates de leguleyos, o las minucias o matices sobre la naturaleza jurídica de ciertos derechos reales, no son siempre algo risible… En este sentido, este simple momento de la película reivindica también, como se hace todo el tiempo con la política, la dignidad del derecho como disciplina cívica, de la profesión de abogado (el joven Lincoln) y de la jerga del foro.

Lo que vale para el derecho vale para la filosofía (política, obviamente): recuerdo ahora la discusión en la Cámara acerca de la comprensión (por Stevens) de la palabra “igualdad”: ¿se trata de una igualdad material?, ¿o meramente formal, legalista (igualdad ante la ley)? El crucial momento, y la astucia de Stevens, nos hacen ver lo importantísimo de la distinción, desde luego mucho más que terminológica.

Casi sobra decirlo, pero la película da también una lección de historia (el funcionamiento del Congreso norteamericano a mediados del s. XIX, la curiosa inversión de roles –respecto de los actuales– entre el partido republicano y el demócrata, las plurales tendencias en Washington en relación a la guerra, a la Unión y al tema del esclavismo). Y, por mediación de Lincoln y de su empeño, nos enseña que la Historia, a su vez, tiene mucho que enseñarnos, si sabemos leerla con interés y amplitud de miras.

He hablado mucho (forzosamente) de política; bien, es el momento de decir que la omnipresencia de la política tiene su contrapartida en la ausencia (salvo alguna fugaz mención) de la economía: la película ignora por completo los factores económicos, la trascendencia económica de la emancipación, la lucha de intereses económicos de la que el debate esclavista no era más que un subproducto; esta completa ausencia del elemento infraestructural (por usar en este punto oportuna terminología marxista) impide una contemplación global del dilema abolicionista. Pero la película ha hecho, muy claramente, sus elecciones, y es coherente con ellas.

La película en sí misma es una obra de arte: una sucesión de estampas, a cual más cuidada y hermosa, de interiores decimonónicos.

Bellísimo efecto de la iluminación natural (la luz del sol, los reflejos, los contraluces, las estancias iluminadas con velas o con el fuego del hogar, interiores con exactamente la luz que debían tener allá por 1865): hay pocas películas que hayan usado más inteligente y más bellamente este recurso de limitarse a los medios lumínicos de la época.

 Aunque la película es de interiores, los pocos exteriores que hay son espléndidos: la batalla inicial en el barro y la lluvia, la conversación posterior del Presidente con los dos soldados negros (otra preciosidad de composición, y de iluminación, aparte del artificioso, pero muy efectivo, recurso de hacer que los soldados reciten el Discurso de Gettysburgh), el paseo final de Lincoln por el campo de batalla.

Ya lo he dicho, pero valga la repetición: el inicio es, sencillamente, apabullante (la escena de batalla –casi otro “Soldado Ryan”, salvando las distancias–).

No sé quién es el director de fotografía, pero sí quién es el autor del espléndido guión: un autor llamado Tony Kushner.

Se trata de una pieza de escritura cinematográfica de una ambición y de una solidez extraordinarias; y se trata de una pieza muy difícil, por las muchas líneas que seguir y que cuadrar (vida política y vida familiar, y dentro de cada una muchas relaciones que mostrar, que explicar y que hacer evolucionar).

La película se permite hacer concesiones al humor (los tres “conseguidores” enviados a hacer presión a votantes indecisos o expectantes de alguna sinecura), que funcionan perfectamente.

El lado sentimental es siempre peligroso, tratándose de Spielberg: yo creo que aquí, refrenado por un guión austero, alcanza el punto de exacto de emoción sin empalago. 

 Hay por un lado la relación conyugal entre el sobrio Lincoln y su emocionalmente complicada esposa, y están por otro las relaciones con los tres hijos: el hijo muerto, cuya presencia planea sobre los caracteres todo el tiempo (enturbiando las relaciones conyugales), el segundo hijo (que da pie a algunas escenas de tensión intrafamiliar, por su empeño en alistarse antes de que la guerra concluya) y el pequeño, cuya presencia se acentúa en los momentos más importantes (la declaración solemne al Congreso, el asesinato del padre).

Emoción sin empalago: ese bello momento en que Lincoln entra en la estancia donde su hijo pequeño duerme junto al fuego, y se tiende en el suelo junto a él…

Si tengo que buscar algún defecto a la película (es decir, a su guión), tengo que hacerlo con respecto a las tramas filiales: el hijo muerto es fundamental, y el hijo pequeño, un accesorio útil (a veces demasiado accesorio…); pero la aportación del hijo intermedio me parece al menos cuestionable, por demasiado convencional (él quiere enrolarse, los padres se lo prohíben, etc.): no creo que fuera necesario para realzar la humanidad del Presidente; aunque sí puede cumplir un rol precisamente político (la renuencia de Lincoln a dejarle alistarse puede connotar su recelo, y su determinación, de que la guerra podría aún prolongarse unos meses, es decir, de que la misión negociadora sudista no va a obtener nada de él, que se ha visto obligado a aceptarla simplemente por un acuerdo “de partido” con la facción republicana conservadora).

No voy a decir nada de la interpretación de Day-Lewis: simplemente, que el Lincoln de la película más que un retrato parece una creación (de Tony Kushner y sus fuentes, obviamente), y que esta creación es completamente convincente (gracias al talentoso Day-Lewis): este Lincoln sentencioso y fabulador, habitualmente abstraído y ocasionalmente enérgico, este ausente tan magnético, este idealista presto a “arremangarse”, este soñador testarudo, este santo mentiroso, no es una figura fácil de olvidar.

Una película de texto y de diálogo como ésta, densa de ideas y de contenido, se disfruta y aprovecha mejor en versión doblada (si los doblajes españoles mantienen su habitual excelente nivel de calidad), y así haré yo el segundo visionado cuando “Lincoln”, ya en disco, caiga en mis manos. Por ahora, estas notas son lo que me ha sugerido la versión original subtitulada en que he visto esta memorable película.        (22 de febrero de 2013)

“Hard Candy” (2005), de David Slade


Mis notas a “Hard Candy” (2005), de David Slade


Hay personajes, hay diálogos, hay análisis social y psicológico, hay un argumento de desarrollo imprevisible, hay intriga pura, hay atmósfera… ¿Qué le falta a “Hard Candy” para ser una gran película? Nada: “Hard Candy” es, pese a su apariencia modesta y puramente comercial (incluso “oportunista”), una gran película.

Como la historia es inolvidable, no la glosaré aquí (a modo de recordatorio para el futuro): no será necesario para recordar (como recordaba de un primer visionado) este duelo entre la lolita que se convierte en justiciera de sus pares agraviadas y el seductor pedófilo que ha terminado por caer en las garras de su némesis.

La película versa acerca de muchas cuestiones de candente actualidad (ahora en 2013 sólo un poco menos que en 2005): las relaciones sentimentales/sexuales fraguadas vía internet; el anonimato (y la consiguiente impunidad) de que “los malos” se aprovechan para sus incursiones predatorias en la red; la lacra de la pedofilia (vista desde ambos lados de la relación: el de la víctima y el del victimario); los límites, los argumentos, las excusas, las exoneraciones de los pedófilos (en un mundo hiper-sexualizado, donde la inocencia parece inconcebible). Y la película versa también sobre serias cuestiones sociales y personales: la frontera entre la justicia y la venganza, entre el castigo en nombre de todos y el puro desahogo en el propio nombre; el horror de verse enfrentado a uno mismo, a lo que se deseaba para la propia vida y a aquello en que uno se ha convertido, a ese acerado momento en que la nostalgia y la vergüenza se cruzan desgarradoramente en el propio corazón.

Es una película de sólo dos personajes, y entra por derecho propio en ese pequeño grupo de filmes en que una simple pareja de actores teje una relación y una historia memorables (pienso en “La huella”, de Mankiewicz, o en “Pura formalidad”, de Tornatore). El tema tratado, la claustrofobia, el “crescendo” físico recuerdan también, especialmente, “La muerte y la doncella”, la obra maestra del dramaturgo chileno Ariel Dorfman, que el gran Polanski llevaría después a la gran pantalla.

La película no da la impresión de ser teatral en absoluto: hay un sabio dinamismo de escenarios y un apabullante tratamiento cinematográfico, que iré glosando. Con todo, el texto de Brian Nelson es espléndido, vaya eso por delante.

Es un acierto el modo en que la extraña historia de la cruel adolescente anónima que se ensaña con el inocente ligón “superguay” va convirtiéndose en una empresa de justicia, en principio general (cuando vamos enterándonos de las preferencias “cazadoras” del “cool” fotógrafo) y luego particular (cuando el nombre de la chica desaparecida va haciéndose más y más presente, hasta la revelación final). Curiosa, y hábilmente, la particularización (justificación) del castigo al fotógrafo no va acompañada de una individualización de la verdugo (que no termina diciendo: “soy la hermana de la chica muerta”, por ejemplo), sino que, bien al contrario, ésta insiste al final en que ella es “cualquiera” (cualquier chica acosada, o inquietada, o violentada, por tipos como el fotógrafo protagonista).

El guión se ríe de las pretensiones ecologistas, de las excusas endebles, de los ensayos empáticos, del pedófilo sometido –sí, ahora él– al mismo tratamiento que él gusta de infligir a sus jóvenes presas; las excelentes réplicas de la chica dejan completamente desarmado al patético personaje que pretende escudarse en su buenismo o en su simpatía o en la complacencia de la “presunta” mujer en que pone sus ojos encantadores...

En este sentido, el guión de la película es implacable contra la pedofilia, y se produce un genuino, enérgico, dinámico conflicto de identificaciones en el espectador, que oscila entre la ira y la piedad, entre el horror ante los propósitos de la chica y la comprensión de sus motivaciones. Ni que decir tiene que esta complejidad en la recepción, este juego, ambiguo de pura densidad, con la empatía del espectador, es un logro excelente desde el punto de vista dramático.

La película es excelente cine y, como he dicho, no consiente el reproche de “teatral”. Ahí está para probarlo el magnífico uso de la paleta de colores: esos fondos de color plano, que van cogiendo calor a medida que la acción se desarrolla, fotografiados con  nítidez y tersura. Ahí está también el uso soberbio de los primeros planos, que verdaderamente se “encarnizan” sobre los rostros de los personajes, transmitiéndonos su complejidad y su tortura, la insuficiencia y al tiempo la densidad de nuestra simple imagen externa, el misterio que oculta siempre la cara del otro.

Pese al horror creciente, que culmina en la larga secuencia de la castración, el filme está realizado con un buen gusto y una discreción admirables; nada es explícito, y los amantes del “gore” se aburrirían viendo esta película, porque el director nunca ofrece “carnaza”; por ejemplo, nunca vemos ni una de esas fotos de chiquillas que el fotógrafo atesora en su caja fuerte (a lo sumo, un reflejo de una en la pupila de Ellen Page), ni se nos muestra casi ni una gota de sangre (el sudor o las lágrimas, del miedo o del agotamiento o de la ebriedad o de la tensión, eso sí se nos muestra, y a raudales, pero la sangre nunca, o casi nunca).

Llegados aquí, digo de paso que “Hard Candy” no tiene nada que ver, en punto a sadismo o cinematografía, con la saga “Saw”: en “Hard Candy” la castración no es parte del “vamos a jugar un juego”, una ocurrencia sádica de una mente enferma, sino algo muy lógico y muy consecuente con el relato contado y con los personajes que lo están viviendo; y en cuanto a la realización cinematográfica, el buen gusto y la sugerencia de “Hard Candy” no tienen nada que ver con la imaginación sucia, feísta, explícita y sanguinolenta de “Saw”.

Hay frases insignificantes pero inolvidables: “Crucé una línea”, reconocé el fotógrafo, y a partir de ahí vemos que todo él se va a desmoronar, y que Ellen Page no es (o no es sólo) una simple psicópata.

Otra: la chocante (¿por divertida?, ¿por lamentablemente atinada?) observación de ella acerca de las cosas útiles (como la emasculación…) que, por desgracia, no se enseñan a las chicas en los campamentos de “girls-scouts”.

Psicológicamente, la película es un festín: hay muchas sutilezas y algún chirrido, pero en conjunto el dibujo de los dos caracteres es muy convincente.

Algo que no es plausible es que, al liberarse él y ver que realmente no ha sido castrado, su reacción no sea, aparte de alivio, de reconocimiento hacia la chica; esta especie de “síndrome de Estocolmo” que sería la gratitud hacia quien, pese al horrible momento vivido, no ha llevado al extremo sus amenazas, me temo que es un rasgo universal. En cambio, en la película lo que vemos es que el tipo se lanza como un desesperado a ¿liquidar? a la chica.

Una interesante cuestión es por qué ella no le castra, pese a todo. ¿Quizá porque no sabe hacerlo? ¿O sencillamente porque “los productores de la película” le han dicho que no se puede llegar más lejos?

Creo que hay una respuesta común a ambas cosas: tanto a la incoherencia psicológica de acometer violentamente a la victimaria de inmediato (ojo, lo incoherente es hacerlo justo después de constatar “la piedad” de éste, no hacerlo cinco minutos después) como al hecho de que la victimaria haya tenido ese gesto de “piedad”. Y esa respuesta consiste en recordar que todo en la película y en la pedofilia es un juego, esencialmente, de humillación.

Lo que Ellen Page quiere hacerle a Patrick Wilson no es castrarle ni matarle: quiere humillarle. Y vaya si lo consigue (en un momento dado ella se ríe de la actitud continuamente compungida y suplicante de él). Esto es probablemente lo que hay asimismo tras la pedofilia o la violación (aunque estoy aventurándome ahora en terrenos muy difíciles, desde el punto de vista psicológico –o, más bien, psiquiátrico–). Hasta el punto de que el, por desgracia frecuente, asesinato posterior de la víctima (como el que ha sucedido a la chica realmente desaparecida en la película) podría no ser más que un “subproducto”, o un intento de borrar las huellas, del gesto deliberada, esencialmente humillante, que es el secuestro o la violación.

El tipo, tras el momento crucial, “va a por la chica” (en vez de llamar a la policía, o de intentar huir de la casa –como Ellen Page le recordará más tarde, cuando vuelva a tenerlo a su merced–) precisamente por el mismo motivo: para devolverle a ella, de algún modo, la humillación sufrida a sus manos.

El duelo de gestos de humillación llega hasta el límite, en un final que asciende hasta memorables extremos de sutileza y de sorpresa (de nuevo hay que loar el talento de dramaturgo de Brian Nelson): ella tiene la “piedad” de dejarle elegir su destino (¿prefiere la muerte sin el deshonor de que alguien sepa lo que su vida ocultaba, o una vida miserable tras haberse desvelado al mundo, y especialmente a esa antigua novia por la que él aún siente algo, la ignonimia de su pedofilia?). Esta “piedad” es una humillación, y realmente la más terrible, pues convierte incluso el suicidio de su “beneficiario” en una concesión. Y el tipo añade a la humillación que la chica le impone una que él se impone a sí mismo: la humillación de confiar en ella, de confiar en su verdugo. Y es una confianza que, por supuesto, una vez que él ha elegido el suicidio, la adolescente no tiene ninguna razón para NO traicionar.

Por terminar hablando más de la forma que del contenido, más de puro cine que de diálogos o de calidad dramática o psicológica, tengo que ponderar recursos como los fundidos, que cierran de modo abstracto pero intenso (con esas manchas de color) muchas escenas; como esas momentáneas aceleraciones de las imágenes (diríamos que queriendo “saltarse” la acción más física); como la elección de lugares tan persistentes en la memoria (por ejemplo, ese tejado lleno de sol); como los exagerados y continuos “close-ups”; como la elección de dos actores a los que se ve “dejarse la piel” en sus personajes.

Patrick Wilson cumple muy bien, pero la representación de Ellen Page de la “lolita vengadora” no admite parangón.                      (19 de febrero de 2013)

“Tali-Ihantala 1944” (2007), de Ake Lindman y Sakari Kirjavainen


Mis notas a “Tali-Ihantala 1944” (2007), de Ake Lindman y Sakari Kirjavainen


Para ser una película con pretensiones informativas, patrióticas y épicas, “Tali-Ihantala 1944” resulta realmente confusa, desdibujada y soporífera.

Al parecer, todo es real y realista: los nombres de los comandantes, las escaramuzas y los lugares precisos en que tuvieron lugar, los carros de combate y las armas cortas utilizadas. La película se rodó con fines casi documentales.

Se trata del enfrentamiento, en el verano de 1944, entre el invasor ruso-soviético y el modesto pero bravo ejército finlandés. Toda la acción transcurre en junio y julio de 1944, los meses decisivos para la conclusión, con honrosos resultados para los fineses, de la llamada Guerra de Continuación, sostenida entre Finlandia (con apoyo alemán) y la URSS.

Pues bien, los avatares del enfrentamiento entre finlandeses y soviéticos del verano de 1944, las alternativas, los momentos y lugares decisivos, que deberían haberse descrito con claridad (más o menos sintética) en esta película, no se explican ni se comprenden en absoluto. Hay algunos mapas pero, si vale la similitud, son mapas que muestran el territorio “desde muy cerca”, sin una visión general. Lo mismo pasa con los nombres, los cargos y las batallas: se cuentan demasiado “al pie del cañón”. Dicho todo esto de otro modo: la película puede ser familiar e inteligible para el público finlandés, pero sólo para él.

Similar observación acerca de los caracteres. Hay un montón de caras y de nombres, que disfrutan de unos minutos y unos tiros, y luego desaparecen por completo. Imposible lograr ninguna empatía ni identificación con ellos, inimaginable comprender ni asumir sus tormentos y grandezas de hombres en combate.

El filme es, claramente, muy patriótico: hecho por fineses para un público finés, dando cuenta de la gesta y la grandeza de aquellos hombres en aquel verano crucial para la nación. Ignoro los efectos sobre la “moral nacional” finesa pero, visto con los ojos de un extraño, la causa nacional finesa no se nos traslada, ni a la mente ni al corazón, con la menor claridad ni intensidad.

Igual que sucede con el patriotismo, sucede con la épica. No se la ve por ningún sitio. No hay énfasis ninguno en los héroes ni en su heroísmo, no hay el menor recurso narrativo o descriptivo que exalte la hazaña finlandesa de resistir al coloso soviético, no hay ni siquiera una banda sonora que agite la “moral de lucha” o la vena épica del espectador.

Un par de intentos expresivos no funcionan en absoluto: pienso en el momento en que la cámara se detiene unos segundos sobre el abrigo del soldado, extendido sobre el suelo a modo de manta; o en ese otro en que, morosamente, la mirada se detiene sobre los bosques de los que parecen brotar las humaredas de los bombardeos. Fallidos ensayos de este tipo muestran claramente la absoluta inoperancia emocional de la película.

La realización es tan primitiva y rudimentaria que casi sobrecoge. La dirección del filme es tan monótona como el paisaje geográfico retratado. Ni un solo efecto, ni un solo recurso, ni un solo atisbo de originalidad, de vigor, de expresión. Siempre las mismas caras, que al final resultan tan iguales como los uniformes, siempre los mismos mensajes insípidos cruzados entre los personajes (la palabra “personaje” puede resultar demasiado generosa para estas fotografías de rostros que apenas hablan y que desaparecen inmediatamente de la escena), siempre los mismos tiroteos, las mismas armas e indumentarias, los mismos fogonazos cayendo sobre los mismos carros de combate, las mismas carreras y los mismos tiroteos entre los árboles. Y ni el menor intento por parte de los dos directores de la película de infundirle a todo ello un poco de variedad, de dinamismo, de nervio.

Una realización tan primitiva le hace a uno desear que, para su próximo filme bélico-patriótico, el cine finés subcontrate los servicios de cualquier productora norteamericana de medio pelo: indudablemente, los resultados serán mejores.

En la película, y en la Historia, los enemigos son los rusos, obviamente. Pues bien, ¿dónde están los rusos? No se les ve.

¿Cuántas veces llaman en la película a los camilleros? Creo que unas doscientas. Le hace a uno pensar que en el ejército finés había más personal sanitario que militar, o que los fineses llamaban a los doctores en cuanto una ramita de árbol les rozaba la piel. Es realmente ridícula la insistencia del guión en la llamada a los camilleros. ¿Quizá se trata de mostrar al público los primeros ensayos de un Estado de bienestar que, con las décadas, acabaría resultando tan exitoso?

En fin, una película muy, muy decepcionante. Una superproducción finesa hecha con fidelidad a la historia, con amplios recursos económicos, con docenas de actores y, sin duda, con las mejores intenciones pedagógicas y patrióticas, pero a la que falta todo vigor (y casi todo valor) artístico.          (17 de febrero de 2013)