Mis
notas a “J. Edgar” (2011), de Clint Eastwood
Un biopic ejemplar
sobre J. Edgar Hoover (1895-1972), el hombre que dirigió el FBI durante casi
medio siglo y que, por ese solo hecho, resulta ser una de las figuras decisivas
en la historia de los EE.UU. en el siglo XX (y, desde luego, una figura más
importante que muchos presidentes). Hoover dotó a los Estados Unidos de una
policía moderna, profesional, despolitizada, meritocrática, independiente
(responsable sólo ante el Fiscal General), formada académicamente,
crecientemente científica (abierta a forenses y peritos de todo tipo) y, en la
base de todo ello, con la lealtad como exigencia absoluta. Además de eso,
Hoover, dada su posición al frente de la policía federal, desempeñó un papel
clave en la configuración y la “depuración” de la sociedad norteamericana,
impulsando leyes, dictando políticas, señalando enemigos, logrando
prerrogativas. Su increíble pervivencia al frente de la institución que
contribuyó a fundar se ha atribuido, muy plausiblemente, a la cantidad de
secretos acerca de presidentes y grandes personalidades públicas que atesoraba,
como herramienta de presión o, llegado el caso, de supervivencia. Fuera de toda
duda han quedado para la historia su patriotismo (mejor o peor entendido), su
espíritu de sacrificio, su capacidad intelectual y de trabajo, su obsesión con
los medios de comunicación, su absoluto compromiso con la institución policial
que fundó y dirigió desde su temprana juventud (1924) hasta el mismo momento de
su muerte.
El “biopic” es
ejemplar porque nos cuenta todo esto gráfica y exhaustivamente. El modo de
contarlo es más discutible (volveré sobre esto).
El guión recorre la
carrera de Hoover, lo que es tanto como decir que repasa la lista de sus
enemigos y de la implacable lucha que el FBI, con él al frente, llevó a cabo
contra ellos. La enumeración es larga: los comunistas revolucionarios y
pro-bolcheviques de la primera postguerra mundial (los ocho atentados
terroristas simultáneos de 1919 y las proclamas insurreccionarias de Emma
Goldmann, en los tiempos “primitivos” de la policía, antes de que los EE.UU.
tuvieran una verdadera fuerza policial a la altura de los desafíos modernos);
los gángsteres de las épocas anterior y posterior a la Gran Depresión (con la
caza de Dillinger como hito); el espectacular caso del secuestro del hijo de
Charles Lindbergh (el mítico aviador), en 1932; el espionaje a Eleanor
Roosevelt o al mujeriego JFK, con el único fin de tener “atados corto” a los
presidentes y, sobre todo, de defender su puesto al frente del FBI; y
finalmente, la figura de Martin Luther King y la causa que éste encarnó (y que
para Hoover, que intenta por todos los medios forzarle a renunciar al Nobel de
la Paz, no incluía sino a “degenerados y radicales, como en 1920”).
En todos estos
frentes sucesivos, vemos a Hoover mostrarse como y convertirse en la figura
harto cuestionable que llegó a ser: ya en la cruzada anticomunista de 1919 es
un abstemio y un adicto al trabajo, un tipo anormalmente saludable, convencido
y enérgico (su madre le aconseja que empiece a fumar, para dominar los
nervios…) –aun con algún fugaz ramalazo de inseguridad–; es un maniático del
control (sueña con poder clasificar a todos los ciudadanos, usando métodos
científicos, igual que se pueden clasificar los libros de la Biblioteca del
Congreso); no tiene dudas de sus preferencias y opciones ideológicas,
rotundamente conservadoras; se jacta de tener un buen ojo para las personas, a
las que puede conocer por dentro muy rápidamente; carece de escrúpulos legales
o legalistas que puedan impedirle llevar a cabo sus operaciones de “limpieza”
del suelo nacional (detenciones y deportaciones multitudinarias: “así de fácil
se sienta un precedente”, dice tras lograr la deportación de Goldmann); y es
sobre todo un personaje ansioso de poder (de poder en la sombra, de poder
difuso y oscuro, ejercido en forma de vigilancia sobre la población general,
que está decidido a proteger de sí misma y de los elementos nocivos agazapados en
su seno…).
Con los años, vemos
solidificarse en Hoover sus fobias y sus rutinas: ve comunistas y amenazas a la
vida nacional por todas partes (incluso en el movimiento de Martin Luther
King…), se empeña en espiar y archivar datos de –literalmente– todo el mundo en
los EE.UU. (empezando por los presidentes y sus señoras), no vacila en usar
esos datos para el chantaje (conversación con Robert Kennedy), se muestra
ansioso por cautivar a la prensa y ser objeto de la admiración popular (sesión
de fotos con Shirley Temple, detenciones de gángsteres, aparición buscada y
disfrutada en tebeos populacheros), arranca aún más poder (naturalmente usando sus
secretos para hacer chantaje) al presidente Roosevelt (facultades de vigilancia
no judicial), alcanza su cima de popularidad (que usa para promover,
inteligentemente, leyes penales de ámbito federal, así como para progresar con
la modernización de una policía que, lógicamente, necesita y obtiene más
presupuesto) con la detención y condena del secuestrador y asesino del bebé
Lindbergh (un tal Hauptmann, en 1934), se entrega ocasionalmente a verdaderos
accesos de celos (el agente Purviss, que detuvo a Dillinger) o de cólera o de
paranoia anti-comunista (de nuevo M.L. King).
Atención: acerca de
la trayectoria pública de Hoover NO se cuenta todo. Desconozco si por afán de
síntesis, o por dejar “fuera de foco” asuntos (u “ofensivas”) especialmente
delicados, pero, por ejemplo, el movimiento del mismo King (y el trágico final
de éste) son poco más que aludidos. Y la película no dice absolutamente nada
del rol de Hoover (y del FBI) en los momentos de agitación estudiantil de los
’60, ni tampoco (lo que hubiera sido especialmente interesante) de su actuación
durante los años oscuros del maccarthysmo.
Hasta aquí el
personaje público, y lo que el “biopic” nos cuenta de él. Es el momento de
comenzar a hablar de la persona privada y de su tratamiento: las opciones del
guión son, en este punto, muy arriesgadas.
Hoover es desde el
principio una figura muy vinculada a su madre (Judi Dench: muy buena actriz),
una mujer fuerte que ha impreso en él la idea de tener un destino providencial.
La madre es la fuente de la fuerza de Edgar, su soporte moral y su reserva de
energía, y la película retrata esto perfectamente. Aquí las cosas empiezan a
ponerse delicadas. Esta ligazón a la madre, y su función como proveedora de
energía, degenerarán, cuando ella falte, en el recurso psicológico, ocasional,
guiado por esa necesidad o dependencia “energética”, a la aberración del
travestismo (usando las ropas de la madre para –intentar– asumir con ello su vigorosa
personalidad); el momento de vestir las ropas maternas está mostrado con
delicada expresividad y comprensión en la película, hay que decirlo.
Antes de eso ha
habido un rotundo diálogo entre Hoover y su madre (un momento de espléndida
escritura cinematográfica, por cierto), en que queda claro que la misoginia, o
misofobia, de él oculta algo que la madre se apresura a contrarrestar (“antes
un hijo muerto que uno mariquita”), condenando a Hoover de este modo a la represión
interna y a sus desahogos mediante la “represión” externa, policial (valga el
facilón juego de palabras).
A esta conversación
entre madre e hijo se ha llegado después de que Hoover haya intimado con, y se
haya hecho adicto a la frecuentación de, su segundo Clyde Tolson (1900-1975),
al que Hoover eligió para el puesto ya en los años ‘20. En fin, dicho sin
tapujos, es más que evidente que hay una fuerte atracción, obviamente
homosexual, entre los dos hombres (hasta qué punto Hoover cedió a sus tendencias
sexuales con Tolson es materia de discusión erudita; la película muestra
perfectamente el punto de crispación que, presionado por la madre, y por la
opinión común, a casarse –¡con Dorothy Lamour!–, y necesitado al tiempo de la
compañía del “amigo”, alcanzaron las relaciones entre los dos).
El guión se va
moviendo crecientemente hacia el lado “personal” de la vida de Hoover, hasta el
punto de que el peso de esta vertiente sentimental/sexual acaba inclinando
demasiado el “biopic” hacia el puro “gossip”.
El efecto sobre el
espectador es muy ambiguo. Por un lado, hemos obtenido lo que esperábamos de
una película de Eastwood; por otro, la consecuencia lógica (política o cívica)
del relato se diluye en una nube rosa. Me explico: Eastwood ha elegido a Hoover
como uno de sus personajes típicos: un “llanero solitario” dispuesto a hacer
justicia (o, mejor dicho, a imponer “la ley y el orden”…) por encima de todo, desdeñoso
de los cauces institucionales o democráticos, sin arredrarse por tiquismiquis
legales y sin permitirse ninguna duda acerca de su legitimidad y superioridad
moral (es decir, el típico seudo-fascista habitual en las cintas de Eastwood,
ese político republicano de manual). Que aquí el héroe esté al frente de la
policía no significa gran cosa, porque la policía es para él sólo un medio para
esos fines (que son ante todo personales) patrióticos e ideológicos. Hay que
reconocer a Eastwood (aunque el mérito es mayormente, por supuesto, del
guionista de la película) que el retrato de Hoover se nos ofrece lleno de zonas
umbrosas y polémicas, sin ocultar sus delirios y sus argucias, sus
inseguridades y sus cóleras (“un pobre hombre horrible, mezquino y asustado”,
le llama Tolson en un momento de discusión airada). ¿Pero significa esto que
Eastwood esté siendo perfectamente honesto?
Aquí entra el lado
B del guión: el lado privado del personaje Hoover. Y, como he dicho, este lado
va apoderándose lentamente de todo lo demás. Al final del filme, los dos
viejecitos Hoover-Tolson son casi entrañables, y la película termina en una
declaración de amor entre los dos (que casi oblitera los reproches últimos: “todo
era mentira”, por ejemplo las detenciones de gángsteres hechas personalmente
por Hoover) y en una proclama de Hoover en pro del individualismo, de la fe
religiosa y del amor, como los valores supremos de la humanidad. Un final así
reduce todo el resto a pecadillos, y nos deja, o lo intenta, una imagen
favorable de Hoover, humano como nosotros al fin y al cabo. De manera que la
historia sentimental se impone sobre la política, anulando en buena medida el
efecto logrado hasta ese momento con el retrato descarnado del Hoover público,
policial, implacable.
Esto puede no
resultar tan extraño, siendo el guión obra de Dustin Lance Black, el también
guionista de “Milk” (la cinta sobre el pionero congresista homosexual). Y desde
luego no es nada extraño teniendo a Eastwood en la dirección (no a Oliver
Stone, o a Costa-Gavras, o a alguno de los directores “políticos” italianos de
los años ’70).
Para terminar, una
palabra sobre la fotografía, que me parece magnífica, usando de tonos grises y
ocres que nos transmiten perfectamente la idea de una época de combates y
héroes (o anti-héroes) al mismo tiempo grisáceos y nítidos.
Y otro breve
párrafo sobre la estructura, que podría considerarse confusa, laberíntica (con
saltos continuos y arbitrarios en el tiempo), pero que, tomada más bien como
una sucesión de momentos e impresiones (y no otra puede ser la aproximación
cinematográfica a una vida tan plena de eventos como la de Hoover), da una
impresión caleidoscópica (de mucha gente, de muchos momentos, de muchos
diálogos, de muchas decisiones) que a mí al menos sí me convence.
Sobre los
maquillajes de los personajes ancianos, DiCaprio como Hoover sesentón puede ser
aceptable, pero lo que le hacen a Armie Hammer (en el papel de Clyde Tolson) o
a Naomi Watts (en el de la fiel secretaria –y esta palabra nunca fue mejor
usada– Helen Gandy) es un auténtico crimen estético.
"Nadie comparte poder alegremente en Washington D.C." (25 de febrero de 2013)
"Nadie comparte poder alegremente en Washington D.C." (25 de febrero de 2013)
Sí, muy interesante el personaje y su historia. Pero a mí esta peli me aburrió un montón.
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