3 mar 2013

“J. Edgar” (2011), de Clint Eastwood


Mis notas a “J. Edgar” (2011), de Clint Eastwood


Un biopic ejemplar sobre J. Edgar Hoover (1895-1972), el hombre que dirigió el FBI durante casi medio siglo y que, por ese solo hecho, resulta ser una de las figuras decisivas en la historia de los EE.UU. en el siglo XX (y, desde luego, una figura más importante que muchos presidentes). Hoover dotó a los Estados Unidos de una policía moderna, profesional, despolitizada, meritocrática, independiente (responsable sólo ante el Fiscal General), formada académicamente, crecientemente científica (abierta a forenses y peritos de todo tipo) y, en la base de todo ello, con la lealtad como exigencia absoluta. Además de eso, Hoover, dada su posición al frente de la policía federal, desempeñó un papel clave en la configuración y la “depuración” de la sociedad norteamericana, impulsando leyes, dictando políticas, señalando enemigos, logrando prerrogativas. Su increíble pervivencia al frente de la institución que contribuyó a fundar se ha atribuido, muy plausiblemente, a la cantidad de secretos acerca de presidentes y grandes personalidades públicas que atesoraba, como herramienta de presión o, llegado el caso, de supervivencia. Fuera de toda duda han quedado para la historia su patriotismo (mejor o peor entendido), su espíritu de sacrificio, su capacidad intelectual y de trabajo, su obsesión con los medios de comunicación, su absoluto compromiso con la institución policial que fundó y dirigió desde su temprana juventud (1924) hasta el mismo momento de su muerte.

El “biopic” es ejemplar porque nos cuenta todo esto gráfica y exhaustivamente. El modo de contarlo es más discutible (volveré sobre esto).

El guión recorre la carrera de Hoover, lo que es tanto como decir que repasa la lista de sus enemigos y de la implacable lucha que el FBI, con él al frente, llevó a cabo contra ellos. La enumeración es larga: los comunistas revolucionarios y pro-bolcheviques de la primera postguerra mundial (los ocho atentados terroristas simultáneos de 1919 y las proclamas insurreccionarias de Emma Goldmann, en los tiempos “primitivos” de la policía, antes de que los EE.UU. tuvieran una verdadera fuerza policial a la altura de los desafíos modernos); los gángsteres de las épocas anterior y posterior a la Gran Depresión (con la caza de Dillinger como hito); el espectacular caso del secuestro del hijo de Charles Lindbergh (el mítico aviador), en 1932; el espionaje a Eleanor Roosevelt o al mujeriego JFK, con el único fin de tener “atados corto” a los presidentes y, sobre todo, de defender su puesto al frente del FBI; y finalmente, la figura de Martin Luther King y la causa que éste encarnó (y que para Hoover, que intenta por todos los medios forzarle a renunciar al Nobel de la Paz, no incluía sino a “degenerados y radicales, como en 1920”).

En todos estos frentes sucesivos, vemos a Hoover mostrarse como y convertirse en la figura harto cuestionable que llegó a ser: ya en la cruzada anticomunista de 1919 es un abstemio y un adicto al trabajo, un tipo anormalmente saludable, convencido y enérgico (su madre le aconseja que empiece a fumar, para dominar los nervios…) –aun con algún fugaz ramalazo de inseguridad–; es un maniático del control (sueña con poder clasificar a todos los ciudadanos, usando métodos científicos, igual que se pueden clasificar los libros de la Biblioteca del Congreso); no tiene dudas de sus preferencias y opciones ideológicas, rotundamente conservadoras; se jacta de tener un buen ojo para las personas, a las que puede conocer por dentro muy rápidamente; carece de escrúpulos legales o legalistas que puedan impedirle llevar a cabo sus operaciones de “limpieza” del suelo nacional (detenciones y deportaciones multitudinarias: “así de fácil se sienta un precedente”, dice tras lograr la deportación de Goldmann); y es sobre todo un personaje ansioso de poder (de poder en la sombra, de poder difuso y oscuro, ejercido en forma de vigilancia sobre la población general, que está decidido a proteger de sí misma y de los elementos nocivos agazapados en su seno…).

Con los años, vemos solidificarse en Hoover sus fobias y sus rutinas: ve comunistas y amenazas a la vida nacional por todas partes (incluso en el movimiento de Martin Luther King…), se empeña en espiar y archivar datos de –literalmente– todo el mundo en los EE.UU. (empezando por los presidentes y sus señoras), no vacila en usar esos datos para el chantaje (conversación con Robert Kennedy), se muestra ansioso por cautivar a la prensa y ser objeto de la admiración popular (sesión de fotos con Shirley Temple, detenciones de gángsteres, aparición buscada y disfrutada en tebeos populacheros), arranca aún más poder (naturalmente usando sus secretos para hacer chantaje) al presidente Roosevelt (facultades de vigilancia no judicial), alcanza su cima de popularidad (que usa para promover, inteligentemente, leyes penales de ámbito federal, así como para progresar con la modernización de una policía que, lógicamente, necesita y obtiene más presupuesto) con la detención y condena del secuestrador y asesino del bebé Lindbergh (un tal Hauptmann, en 1934), se entrega ocasionalmente a verdaderos accesos de celos (el agente Purviss, que detuvo a Dillinger) o de cólera o de paranoia anti-comunista (de nuevo M.L. King).

Atención: acerca de la trayectoria pública de Hoover NO se cuenta todo. Desconozco si por afán de síntesis, o por dejar “fuera de foco” asuntos (u “ofensivas”) especialmente delicados, pero, por ejemplo, el movimiento del mismo King (y el trágico final de éste) son poco más que aludidos. Y la película no dice absolutamente nada del rol de Hoover (y del FBI) en los momentos de agitación estudiantil de los ’60, ni tampoco (lo que hubiera sido especialmente interesante) de su actuación durante los años oscuros del maccarthysmo.

Hasta aquí el personaje público, y lo que el “biopic” nos cuenta de él. Es el momento de comenzar a hablar de la persona privada y de su tratamiento: las opciones del guión son, en este punto, muy arriesgadas.

Hoover es desde el principio una figura muy vinculada a su madre (Judi Dench: muy buena actriz), una mujer fuerte que ha impreso en él la idea de tener un destino providencial. La madre es la fuente de la fuerza de Edgar, su soporte moral y su reserva de energía, y la película retrata esto perfectamente. Aquí las cosas empiezan a ponerse delicadas. Esta ligazón a la madre, y su función como proveedora de energía, degenerarán, cuando ella falte, en el recurso psicológico, ocasional, guiado por esa necesidad o dependencia “energética”, a la aberración del travestismo (usando las ropas de la madre para –intentar– asumir con ello su vigorosa personalidad); el momento de vestir las ropas maternas está mostrado con delicada expresividad y comprensión en la película, hay que decirlo.

Antes de eso ha habido un rotundo diálogo entre Hoover y su madre (un momento de espléndida escritura cinematográfica, por cierto), en que queda claro que la misoginia, o misofobia, de él oculta algo que la madre se apresura a contrarrestar (“antes un hijo muerto que uno mariquita”), condenando a Hoover de este modo a la represión interna y a sus desahogos mediante la “represión” externa, policial (valga el facilón juego de palabras).

A esta conversación entre madre e hijo se ha llegado después de que Hoover haya intimado con, y se haya hecho adicto a la frecuentación de, su segundo Clyde Tolson (1900-1975), al que Hoover eligió para el puesto ya en los años ‘20. En fin, dicho sin tapujos, es más que evidente que hay una fuerte atracción, obviamente homosexual, entre los dos hombres (hasta qué punto Hoover cedió a sus tendencias sexuales con Tolson es materia de discusión erudita; la película muestra perfectamente el punto de crispación que, presionado por la madre, y por la opinión común, a casarse –¡con Dorothy Lamour!–, y necesitado al tiempo de la compañía del “amigo”, alcanzaron las relaciones entre los dos).

El guión se va moviendo crecientemente hacia el lado “personal” de la vida de Hoover, hasta el punto de que el peso de esta vertiente sentimental/sexual acaba inclinando demasiado el “biopic” hacia el puro “gossip”.

El efecto sobre el espectador es muy ambiguo. Por un lado, hemos obtenido lo que esperábamos de una película de Eastwood; por otro, la consecuencia lógica (política o cívica) del relato se diluye en una nube rosa. Me explico: Eastwood ha elegido a Hoover como uno de sus personajes típicos: un “llanero solitario” dispuesto a hacer justicia (o, mejor dicho, a imponer “la ley y el orden”…) por encima de todo, desdeñoso de los cauces institucionales o democráticos, sin arredrarse por tiquismiquis legales y sin permitirse ninguna duda acerca de su legitimidad y superioridad moral (es decir, el típico seudo-fascista habitual en las cintas de Eastwood, ese político republicano de manual). Que aquí el héroe esté al frente de la policía no significa gran cosa, porque la policía es para él sólo un medio para esos fines (que son ante todo personales) patrióticos e ideológicos. Hay que reconocer a Eastwood (aunque el mérito es mayormente, por supuesto, del guionista de la película) que el retrato de Hoover se nos ofrece lleno de zonas umbrosas y polémicas, sin ocultar sus delirios y sus argucias, sus inseguridades y sus cóleras (“un pobre hombre horrible, mezquino y asustado”, le llama Tolson en un momento de discusión airada). ¿Pero significa esto que Eastwood esté siendo perfectamente honesto?

Aquí entra el lado B del guión: el lado privado del personaje Hoover. Y, como he dicho, este lado va apoderándose lentamente de todo lo demás. Al final del filme, los dos viejecitos Hoover-Tolson son casi entrañables, y la película termina en una declaración de amor entre los dos (que casi oblitera los reproches últimos: “todo era mentira”, por ejemplo las detenciones de gángsteres hechas personalmente por Hoover) y en una proclama de Hoover en pro del individualismo, de la fe religiosa y del amor, como los valores supremos de la humanidad. Un final así reduce todo el resto a pecadillos, y nos deja, o lo intenta, una imagen favorable de Hoover, humano como nosotros al fin y al cabo. De manera que la historia sentimental se impone sobre la política, anulando en buena medida el efecto logrado hasta ese momento con el retrato descarnado del Hoover público, policial, implacable.

Esto puede no resultar tan extraño, siendo el guión obra de Dustin Lance Black, el también guionista de “Milk” (la cinta sobre el pionero congresista homosexual). Y desde luego no es nada extraño teniendo a Eastwood en la dirección (no a Oliver Stone, o a Costa-Gavras, o a alguno de los directores “políticos” italianos de los años ’70).

Para terminar, una palabra sobre la fotografía, que me parece magnífica, usando de tonos grises y ocres que nos transmiten perfectamente la idea de una época de combates y héroes (o anti-héroes) al mismo tiempo grisáceos y nítidos.

Y otro breve párrafo sobre la estructura, que podría considerarse confusa, laberíntica (con saltos continuos y arbitrarios en el tiempo), pero que, tomada más bien como una sucesión de momentos e impresiones (y no otra puede ser la aproximación cinematográfica a una vida tan plena de eventos como la de Hoover), da una impresión caleidoscópica (de mucha gente, de muchos momentos, de muchos diálogos, de muchas decisiones) que a mí al menos sí me convence.

Sobre los maquillajes de los personajes ancianos, DiCaprio como Hoover sesentón puede ser aceptable, pero lo que le hacen a Armie Hammer (en el papel de Clyde Tolson) o a Naomi Watts (en el de la fiel secretaria –y esta palabra nunca fue mejor usada– Helen Gandy) es un auténtico crimen estético. 

      "Nadie comparte poder alegremente en Washington D.C."        (25 de febrero de 2013)

1 comentario:

  1. Sí, muy interesante el personaje y su historia. Pero a mí esta peli me aburrió un montón.

    ResponderEliminar