Mis notas a “Hard Candy” (2005), de David Slade
Hay personajes, hay
diálogos, hay análisis social y psicológico, hay un argumento de desarrollo
imprevisible, hay intriga pura, hay atmósfera… ¿Qué le falta a “Hard Candy”
para ser una gran película? Nada: “Hard Candy” es, pese a su apariencia modesta
y puramente comercial (incluso “oportunista”), una gran película.
Como la historia es
inolvidable, no la glosaré aquí (a modo de recordatorio para el futuro): no
será necesario para recordar (como recordaba de un primer visionado) este duelo
entre la lolita que se convierte en justiciera de sus pares agraviadas y el
seductor pedófilo que ha terminado por caer en las garras de su némesis.
La película versa
acerca de muchas cuestiones de candente actualidad (ahora en 2013 sólo un poco
menos que en 2005): las relaciones sentimentales/sexuales fraguadas vía
internet; el anonimato (y la consiguiente impunidad) de que “los malos” se
aprovechan para sus incursiones predatorias en la red; la lacra de la pedofilia
(vista desde ambos lados de la relación: el de la víctima y el del victimario);
los límites, los argumentos, las excusas, las exoneraciones de los pedófilos
(en un mundo hiper-sexualizado, donde la inocencia parece inconcebible). Y la
película versa también sobre serias cuestiones sociales y personales: la
frontera entre la justicia y la venganza, entre el castigo en nombre de todos y
el puro desahogo en el propio nombre; el horror de verse enfrentado a uno mismo,
a lo que se deseaba para la propia vida y a aquello en que uno se ha
convertido, a ese acerado momento en que la nostalgia y la vergüenza se cruzan
desgarradoramente en el propio corazón.
Es una película de sólo
dos personajes, y entra por derecho propio en ese pequeño grupo de filmes en
que una simple pareja de actores teje una relación y una historia memorables
(pienso en “La huella”, de Mankiewicz, o en “Pura formalidad”, de Tornatore).
El tema tratado, la claustrofobia, el “crescendo” físico recuerdan también, especialmente,
“La muerte y la doncella”, la obra maestra del dramaturgo chileno Ariel Dorfman,
que el gran Polanski llevaría después a la gran pantalla.
La película no da
la impresión de ser teatral en absoluto: hay un sabio dinamismo de escenarios y
un apabullante tratamiento cinematográfico, que iré glosando. Con todo, el
texto de Brian Nelson es espléndido, vaya eso por delante.
Es un acierto el
modo en que la extraña historia de la cruel adolescente anónima que se ensaña
con el inocente ligón “superguay” va convirtiéndose en una empresa de justicia,
en principio general (cuando vamos enterándonos de las preferencias “cazadoras”
del “cool” fotógrafo) y luego particular (cuando el nombre de la chica
desaparecida va haciéndose más y más presente, hasta la revelación final).
Curiosa, y hábilmente, la particularización (justificación) del castigo al
fotógrafo no va acompañada de una individualización de la verdugo (que no termina
diciendo: “soy la hermana de la chica muerta”, por ejemplo), sino que, bien al
contrario, ésta insiste al final en que ella es “cualquiera” (cualquier chica
acosada, o inquietada, o violentada, por tipos como el fotógrafo protagonista).
El guión se ríe de
las pretensiones ecologistas, de las excusas endebles, de los ensayos
empáticos, del pedófilo sometido –sí, ahora él– al mismo tratamiento que él
gusta de infligir a sus jóvenes presas; las excelentes réplicas de la chica dejan
completamente desarmado al patético personaje que pretende escudarse en su
buenismo o en su simpatía o en la complacencia de la “presunta” mujer en que
pone sus ojos encantadores...
En este sentido, el
guión de la película es implacable contra la pedofilia, y se produce un
genuino, enérgico, dinámico conflicto de identificaciones en el espectador, que
oscila entre la ira y la piedad, entre el horror ante los propósitos de la
chica y la comprensión de sus motivaciones. Ni que decir tiene que esta
complejidad en la recepción, este juego, ambiguo de pura densidad, con la
empatía del espectador, es un logro excelente desde el punto de vista
dramático.
La película es
excelente cine y, como he dicho, no consiente el reproche de “teatral”. Ahí
está para probarlo el magnífico uso de la paleta de colores: esos fondos de
color plano, que van cogiendo calor a medida que la acción se desarrolla,
fotografiados con nítidez y tersura. Ahí
está también el uso soberbio de los primeros planos, que verdaderamente se
“encarnizan” sobre los rostros de los personajes, transmitiéndonos su
complejidad y su tortura, la insuficiencia y al tiempo la densidad de nuestra
simple imagen externa, el misterio que oculta siempre la cara del otro.
Pese al horror
creciente, que culmina en la larga secuencia de la castración, el filme está
realizado con un buen gusto y una discreción admirables; nada es explícito, y
los amantes del “gore” se aburrirían viendo esta película, porque el director
nunca ofrece “carnaza”; por ejemplo, nunca vemos ni una de esas fotos de
chiquillas que el fotógrafo atesora en su caja fuerte (a lo sumo, un reflejo de
una en la pupila de Ellen Page), ni se nos muestra casi ni una gota de sangre
(el sudor o las lágrimas, del miedo o del agotamiento o de la ebriedad o de la
tensión, eso sí se nos muestra, y a raudales, pero la sangre nunca, o casi
nunca).
Llegados aquí, digo
de paso que “Hard Candy” no tiene nada que ver, en punto a sadismo o
cinematografía, con la saga “Saw”: en “Hard Candy” la castración no es parte
del “vamos a jugar un juego”, una ocurrencia sádica de una mente enferma, sino
algo muy lógico y muy consecuente con el relato contado y con los personajes
que lo están viviendo; y en cuanto a la realización cinematográfica, el buen
gusto y la sugerencia de “Hard Candy” no tienen nada que ver con la imaginación
sucia, feísta, explícita y sanguinolenta de “Saw”.
Hay frases
insignificantes pero inolvidables: “Crucé una línea”, reconocé el fotógrafo, y
a partir de ahí vemos que todo él se va a desmoronar, y que Ellen Page no es (o
no es sólo) una simple psicópata.
Otra: la chocante
(¿por divertida?, ¿por lamentablemente atinada?) observación de ella acerca de
las cosas útiles (como la emasculación…) que, por desgracia, no se enseñan a
las chicas en los campamentos de “girls-scouts”.
Psicológicamente,
la película es un festín: hay muchas sutilezas y algún chirrido, pero en
conjunto el dibujo de los dos caracteres es muy convincente.
Algo que no es
plausible es que, al liberarse él y ver que realmente no ha sido castrado, su
reacción no sea, aparte de alivio, de reconocimiento
hacia la chica; esta especie de “síndrome de Estocolmo” que sería la gratitud
hacia quien, pese al horrible momento vivido, no ha llevado al extremo sus
amenazas, me temo que es un rasgo universal. En cambio, en la película lo que
vemos es que el tipo se lanza como un desesperado a ¿liquidar? a la chica.
Una interesante
cuestión es por qué ella no le castra, pese a todo. ¿Quizá porque no sabe
hacerlo? ¿O sencillamente porque “los productores de la película” le han dicho
que no se puede llegar más lejos?
Creo que hay una
respuesta común a ambas cosas: tanto a la incoherencia psicológica de acometer
violentamente a la victimaria de inmediato (ojo, lo incoherente es hacerlo
justo después de constatar “la piedad” de éste, no hacerlo cinco minutos después)
como al hecho de que la victimaria haya tenido ese gesto de “piedad”. Y esa
respuesta consiste en recordar que todo en la película y en la pedofilia es un
juego, esencialmente, de humillación.
Lo que Ellen Page
quiere hacerle a Patrick Wilson no es castrarle ni matarle: quiere humillarle.
Y vaya si lo consigue (en un momento dado ella se ríe de la actitud
continuamente compungida y suplicante de él). Esto es probablemente lo que hay
asimismo tras la pedofilia o la violación (aunque estoy aventurándome ahora en
terrenos muy difíciles, desde el punto de vista psicológico –o, más bien,
psiquiátrico–). Hasta el punto de que el, por desgracia frecuente, asesinato
posterior de la víctima (como el que ha sucedido a la chica realmente
desaparecida en la película) podría no ser más que un “subproducto”, o un intento
de borrar las huellas, del gesto deliberada, esencialmente humillante, que es
el secuestro o la violación.
El tipo, tras el
momento crucial, “va a por la chica” (en vez de llamar a la policía, o de
intentar huir de la casa –como Ellen Page le recordará más tarde, cuando vuelva
a tenerlo a su merced–) precisamente por el mismo motivo: para devolverle a
ella, de algún modo, la humillación sufrida a sus manos.
El duelo de gestos
de humillación llega hasta el límite, en un final que asciende hasta memorables
extremos de sutileza y de sorpresa (de nuevo hay que loar el talento de
dramaturgo de Brian Nelson): ella tiene la “piedad” de dejarle elegir su
destino (¿prefiere la muerte sin el deshonor de que alguien sepa lo que su vida
ocultaba, o una vida miserable tras haberse desvelado al mundo, y especialmente
a esa antigua novia por la que él aún siente algo, la ignonimia de su
pedofilia?). Esta “piedad” es una humillación, y realmente la más terrible,
pues convierte incluso el suicidio de su “beneficiario” en una concesión. Y el
tipo añade a la humillación que la chica le impone una que él se impone a sí
mismo: la humillación de confiar en ella, de confiar en su verdugo. Y es una
confianza que, por supuesto, una vez que él ha elegido el suicidio, la adolescente
no tiene ninguna razón para NO traicionar.
Por terminar
hablando más de la forma que del contenido, más de puro cine que de diálogos o
de calidad dramática o psicológica, tengo que ponderar recursos como los
fundidos, que cierran de modo abstracto pero intenso (con esas manchas de
color) muchas escenas; como esas momentáneas aceleraciones de las imágenes
(diríamos que queriendo “saltarse” la acción más física); como la elección de
lugares tan persistentes en la memoria (por ejemplo, ese tejado lleno de sol);
como los exagerados y continuos “close-ups”; como la elección de dos actores a
los que se ve “dejarse la piel” en sus personajes.
Patrick Wilson
cumple muy bien, pero la representación de Ellen Page de la “lolita vengadora”
no admite parangón. (19
de febrero de 2013)
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