3 mar 2013

“Hard Candy” (2005), de David Slade


Mis notas a “Hard Candy” (2005), de David Slade


Hay personajes, hay diálogos, hay análisis social y psicológico, hay un argumento de desarrollo imprevisible, hay intriga pura, hay atmósfera… ¿Qué le falta a “Hard Candy” para ser una gran película? Nada: “Hard Candy” es, pese a su apariencia modesta y puramente comercial (incluso “oportunista”), una gran película.

Como la historia es inolvidable, no la glosaré aquí (a modo de recordatorio para el futuro): no será necesario para recordar (como recordaba de un primer visionado) este duelo entre la lolita que se convierte en justiciera de sus pares agraviadas y el seductor pedófilo que ha terminado por caer en las garras de su némesis.

La película versa acerca de muchas cuestiones de candente actualidad (ahora en 2013 sólo un poco menos que en 2005): las relaciones sentimentales/sexuales fraguadas vía internet; el anonimato (y la consiguiente impunidad) de que “los malos” se aprovechan para sus incursiones predatorias en la red; la lacra de la pedofilia (vista desde ambos lados de la relación: el de la víctima y el del victimario); los límites, los argumentos, las excusas, las exoneraciones de los pedófilos (en un mundo hiper-sexualizado, donde la inocencia parece inconcebible). Y la película versa también sobre serias cuestiones sociales y personales: la frontera entre la justicia y la venganza, entre el castigo en nombre de todos y el puro desahogo en el propio nombre; el horror de verse enfrentado a uno mismo, a lo que se deseaba para la propia vida y a aquello en que uno se ha convertido, a ese acerado momento en que la nostalgia y la vergüenza se cruzan desgarradoramente en el propio corazón.

Es una película de sólo dos personajes, y entra por derecho propio en ese pequeño grupo de filmes en que una simple pareja de actores teje una relación y una historia memorables (pienso en “La huella”, de Mankiewicz, o en “Pura formalidad”, de Tornatore). El tema tratado, la claustrofobia, el “crescendo” físico recuerdan también, especialmente, “La muerte y la doncella”, la obra maestra del dramaturgo chileno Ariel Dorfman, que el gran Polanski llevaría después a la gran pantalla.

La película no da la impresión de ser teatral en absoluto: hay un sabio dinamismo de escenarios y un apabullante tratamiento cinematográfico, que iré glosando. Con todo, el texto de Brian Nelson es espléndido, vaya eso por delante.

Es un acierto el modo en que la extraña historia de la cruel adolescente anónima que se ensaña con el inocente ligón “superguay” va convirtiéndose en una empresa de justicia, en principio general (cuando vamos enterándonos de las preferencias “cazadoras” del “cool” fotógrafo) y luego particular (cuando el nombre de la chica desaparecida va haciéndose más y más presente, hasta la revelación final). Curiosa, y hábilmente, la particularización (justificación) del castigo al fotógrafo no va acompañada de una individualización de la verdugo (que no termina diciendo: “soy la hermana de la chica muerta”, por ejemplo), sino que, bien al contrario, ésta insiste al final en que ella es “cualquiera” (cualquier chica acosada, o inquietada, o violentada, por tipos como el fotógrafo protagonista).

El guión se ríe de las pretensiones ecologistas, de las excusas endebles, de los ensayos empáticos, del pedófilo sometido –sí, ahora él– al mismo tratamiento que él gusta de infligir a sus jóvenes presas; las excelentes réplicas de la chica dejan completamente desarmado al patético personaje que pretende escudarse en su buenismo o en su simpatía o en la complacencia de la “presunta” mujer en que pone sus ojos encantadores...

En este sentido, el guión de la película es implacable contra la pedofilia, y se produce un genuino, enérgico, dinámico conflicto de identificaciones en el espectador, que oscila entre la ira y la piedad, entre el horror ante los propósitos de la chica y la comprensión de sus motivaciones. Ni que decir tiene que esta complejidad en la recepción, este juego, ambiguo de pura densidad, con la empatía del espectador, es un logro excelente desde el punto de vista dramático.

La película es excelente cine y, como he dicho, no consiente el reproche de “teatral”. Ahí está para probarlo el magnífico uso de la paleta de colores: esos fondos de color plano, que van cogiendo calor a medida que la acción se desarrolla, fotografiados con  nítidez y tersura. Ahí está también el uso soberbio de los primeros planos, que verdaderamente se “encarnizan” sobre los rostros de los personajes, transmitiéndonos su complejidad y su tortura, la insuficiencia y al tiempo la densidad de nuestra simple imagen externa, el misterio que oculta siempre la cara del otro.

Pese al horror creciente, que culmina en la larga secuencia de la castración, el filme está realizado con un buen gusto y una discreción admirables; nada es explícito, y los amantes del “gore” se aburrirían viendo esta película, porque el director nunca ofrece “carnaza”; por ejemplo, nunca vemos ni una de esas fotos de chiquillas que el fotógrafo atesora en su caja fuerte (a lo sumo, un reflejo de una en la pupila de Ellen Page), ni se nos muestra casi ni una gota de sangre (el sudor o las lágrimas, del miedo o del agotamiento o de la ebriedad o de la tensión, eso sí se nos muestra, y a raudales, pero la sangre nunca, o casi nunca).

Llegados aquí, digo de paso que “Hard Candy” no tiene nada que ver, en punto a sadismo o cinematografía, con la saga “Saw”: en “Hard Candy” la castración no es parte del “vamos a jugar un juego”, una ocurrencia sádica de una mente enferma, sino algo muy lógico y muy consecuente con el relato contado y con los personajes que lo están viviendo; y en cuanto a la realización cinematográfica, el buen gusto y la sugerencia de “Hard Candy” no tienen nada que ver con la imaginación sucia, feísta, explícita y sanguinolenta de “Saw”.

Hay frases insignificantes pero inolvidables: “Crucé una línea”, reconocé el fotógrafo, y a partir de ahí vemos que todo él se va a desmoronar, y que Ellen Page no es (o no es sólo) una simple psicópata.

Otra: la chocante (¿por divertida?, ¿por lamentablemente atinada?) observación de ella acerca de las cosas útiles (como la emasculación…) que, por desgracia, no se enseñan a las chicas en los campamentos de “girls-scouts”.

Psicológicamente, la película es un festín: hay muchas sutilezas y algún chirrido, pero en conjunto el dibujo de los dos caracteres es muy convincente.

Algo que no es plausible es que, al liberarse él y ver que realmente no ha sido castrado, su reacción no sea, aparte de alivio, de reconocimiento hacia la chica; esta especie de “síndrome de Estocolmo” que sería la gratitud hacia quien, pese al horrible momento vivido, no ha llevado al extremo sus amenazas, me temo que es un rasgo universal. En cambio, en la película lo que vemos es que el tipo se lanza como un desesperado a ¿liquidar? a la chica.

Una interesante cuestión es por qué ella no le castra, pese a todo. ¿Quizá porque no sabe hacerlo? ¿O sencillamente porque “los productores de la película” le han dicho que no se puede llegar más lejos?

Creo que hay una respuesta común a ambas cosas: tanto a la incoherencia psicológica de acometer violentamente a la victimaria de inmediato (ojo, lo incoherente es hacerlo justo después de constatar “la piedad” de éste, no hacerlo cinco minutos después) como al hecho de que la victimaria haya tenido ese gesto de “piedad”. Y esa respuesta consiste en recordar que todo en la película y en la pedofilia es un juego, esencialmente, de humillación.

Lo que Ellen Page quiere hacerle a Patrick Wilson no es castrarle ni matarle: quiere humillarle. Y vaya si lo consigue (en un momento dado ella se ríe de la actitud continuamente compungida y suplicante de él). Esto es probablemente lo que hay asimismo tras la pedofilia o la violación (aunque estoy aventurándome ahora en terrenos muy difíciles, desde el punto de vista psicológico –o, más bien, psiquiátrico–). Hasta el punto de que el, por desgracia frecuente, asesinato posterior de la víctima (como el que ha sucedido a la chica realmente desaparecida en la película) podría no ser más que un “subproducto”, o un intento de borrar las huellas, del gesto deliberada, esencialmente humillante, que es el secuestro o la violación.

El tipo, tras el momento crucial, “va a por la chica” (en vez de llamar a la policía, o de intentar huir de la casa –como Ellen Page le recordará más tarde, cuando vuelva a tenerlo a su merced–) precisamente por el mismo motivo: para devolverle a ella, de algún modo, la humillación sufrida a sus manos.

El duelo de gestos de humillación llega hasta el límite, en un final que asciende hasta memorables extremos de sutileza y de sorpresa (de nuevo hay que loar el talento de dramaturgo de Brian Nelson): ella tiene la “piedad” de dejarle elegir su destino (¿prefiere la muerte sin el deshonor de que alguien sepa lo que su vida ocultaba, o una vida miserable tras haberse desvelado al mundo, y especialmente a esa antigua novia por la que él aún siente algo, la ignonimia de su pedofilia?). Esta “piedad” es una humillación, y realmente la más terrible, pues convierte incluso el suicidio de su “beneficiario” en una concesión. Y el tipo añade a la humillación que la chica le impone una que él se impone a sí mismo: la humillación de confiar en ella, de confiar en su verdugo. Y es una confianza que, por supuesto, una vez que él ha elegido el suicidio, la adolescente no tiene ninguna razón para NO traicionar.

Por terminar hablando más de la forma que del contenido, más de puro cine que de diálogos o de calidad dramática o psicológica, tengo que ponderar recursos como los fundidos, que cierran de modo abstracto pero intenso (con esas manchas de color) muchas escenas; como esas momentáneas aceleraciones de las imágenes (diríamos que queriendo “saltarse” la acción más física); como la elección de lugares tan persistentes en la memoria (por ejemplo, ese tejado lleno de sol); como los exagerados y continuos “close-ups”; como la elección de dos actores a los que se ve “dejarse la piel” en sus personajes.

Patrick Wilson cumple muy bien, pero la representación de Ellen Page de la “lolita vengadora” no admite parangón.                      (19 de febrero de 2013)

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