La película adapta
la primera novela de Mme. de Lafayette, la reverenciada autora (¡al menos por
mí!) de “La princesa de Clèves”, esa maravilla de introspección, perspicacia
psicológica y buen gusto. Mme. de Lafayette escribió “La princesa de Montpensier”
en 1662, a
los 28 años, siguiendo la reacción digamos “anti-Mme. de Scudéry” en pro de
novelas más cortas (“nouvelles”) y de ambiente contemporáneo.
La “nouvelle” y la
película basada en ella desarrollan su acción durante las guerras de religión
francesas, y culminan en la Matanza de la Noche de San Bartolomé (1572) que,
como es sabido, supuso el sangriento final del protestantismo en Francia,
encarnado por los hugonotes. Es decir, Mme. de Lafayette vuelve su mirada un
siglo atrás, a personajes famosos de la época (y personajes cuyos nombres aún
nos evocan aquel período: los Guisa, los Anjou, los Condé, etc.).
La acción
transcurre en el campo católico (Montpensier, Mezières, Guisa, Anjou), con Chabannes
como único y vago enlace, por sus avatares de milicia y de conciencia, entre
ambos mundos. Figuras protestantes como Condé o Coligny se mientan a veces en
los diálogos con burla o con desprecio o con odio.
Bueno, hay que
decirlo ya: la película es una verdadera maravilla, una muestra de cómo hacer
un cine de época con medios, con talento, con guión, con sentido histórico, en
una palabra, con lo que tantas veces falta en carísimas producciones de
Hollywood en las que el dinero parece que se les va en atrezzo y en efectos, y
no en retribuir a un guionista educado, cuidadoso y sensible que, ante todo,
estudie y se empape en el espíritu o la mentalidad de la época recreada: Jean
Cosmos lo hace aquí a la perfección, evidentemente con el apoyo esencial del
material literario sobre el que trabaja.
Voy desglosando
aciertos y momentos de la película que me han llamado la atención.
Muy cerca del
principio, la fantástica escena del puente (saludo de los cuatro primos,
especialmente de Montpensier y Guisa): todas las tensiones se nos muestran en
unos minutos y en un solo lugar, simplemente moviendo la cámara sobre sí misma
en ese lugar, que se convierte, verdaderamente, en una escenario (es casi una
secuencia de Angelopoulos, a la vez teatral y grandiosa).
Las escenas de
batalla (hay una memorable en el centro de la película) o de pelea (las dos peleas
Guisa-Montpensier) son espléndidas, porque son realistas y verosímiles; nada de
tonterías o de hazañas de super-héroes, simplemente enfrentamientos de hombres
contra hombres.
Son igualmente espléndidas
las escenas íntimas, entre las que recuerdo especialmente los momentos
compartidos por Marie y Chabannes (en el estudio, en la campiña, en el
herbolario), cuando Montpensier, partido a la guerra, ha dejado a su amigo y
antiguo maestro el cometido de preparar a Marie para la Corte.
Las dos clases de
escenas, las de combate y las de formación, tienen en común el tratamiento, que
es justo lo que las hace tan bellas y emocionantes: Tavernier se sitúa, en la
batalla o en la conversación, junto a los caracteres, y a su altura. Y ambas
cosas, batalla y converación, suceden en paisajes perfectamente reconocibles,
en exteriores sin elaboración o artificiosidad ninguna. Se desiste igualmente
de una fotografía brillante o efectista, dejando que, si es preciso, la
intemperie perjudique a veces la nitidez o el fulgor de los colores. El efecto
de este modo de proceder es soberbio: un realismo, una verosimilitud y una
cercarnía a los personajes y a su drama realmente apabullantes.
Lo mismo puede
decirse de las escenas de la vida doméstica, o de la recepción palaciega en que
se produce el trágico malentendido entre los enamorados: ocurren en estancias
modestas, reconocibles, aderezadas razonablemente (incluso para un palacio),
sin recargamientos o tramoyas, entre personajes que van y vienen por ellas, sin
sobrecargar al espectador de planos o de puntos de vista ajenos a los
caracteres implicados.
Esta simplicidad
hace de muchas escenas estampas memorables, por su fidelidad y por lo convincente
de los contados, pero justos, aditamentos.
Otra preciosa
estampa: el campamento militar bajo la lluvia, cuando Montpensier llega para
saludar a Anjou, en la tienda de éste; de nuevo, nos sentimos entre los
personajes, en el ajetreo siguiente a la batalla, con la lluvia cayéndonos
encima.
La película, que
dura dos horas y cuarto, logra el milagro de contar cuatro (o tres y media)
historias de amor, con una claridad y fluidez narrativas excelentes; y las
historias se cuentan completas, desde antes de la boda concertada de Marie (por
el excelente actor que encarna a Montpensier padre) hasta la desgracia o la
muerte de los caracteres; es asombrosa la cantidad de cosas que suceden, de
emociones que surgen y se transforman, de avatares de amor o de batalla, en el
simple espacio de dos horas y cuarto, y a un ritmo además premioso;
indudablemente es mérito de un talentoso director, que elige la forma más
simple, verosímil y eficaz (también en esto) de contar: desde el principio,
linealmente, y contándolo todo.
Mención especial
merece la banda sonora, que se ajusta como anillo al dedo al ambiente y al
argumento de la película.
Más verosimilitud:
las danzas de la época, el momento en que los caballeros descubren las barcas
paseando por el río, las lecciones de astronomía de Chabanne a su discípula
(totalmente imbuidas en el espíritu de la época, ninguna metáfora o comentario
extemporáneo), la recepción de Marie por la italiana reina de Francia, las
disposiciones de Montpensier padre para su nueva indumentaria tras enviudar, la
conversación culinaria durante la cena en el castillo, el ceremonial de la
noche de bodas (cuando todas “las partes contratantes” aguardan, y casi
presencian, el rompimiento del himen para sellar, o poco menos, el contrato
matrimonial con la sangre vertida por la joven esposa).
Todos estos
momentos son preciosos: porque al tiempo que nos introducen en el ambiente
real, históricamente exacto, de una película de época (en este caso, en la
Francia de fines del siglo XVI), nos muestran cómo vivían y actuaban aquellas
gentes; dicho de otro modo, al disfrute cinematográfico se añade el
enriquecimiento cultural, o incluso humano.
El final es otra
maravilla: es la carta de despedida de Chabannes a Marie, “pensada” primero por
él y leída luego por Montpensier, en dos escenarios y circunstancias
radicalmente diferentes, lo que cierra la historia, junto a la reflexión final
de Marie, con una claridad, una elegancia y una sensibilidad extraordinarias.
Naturalmente, a
estas alturas ya no me resulta fácil discernir los méritos respectivos de la
novela original de Mme. de Lafayette, del guión de Jean Cosmos o de la puesta
en escena de Bertrand Tavernier: de lo que no hay duda es de que entre todos
consiguen una obra cinematográfica magnífica.
Ya he subrayado la
hazaña de contar cuatro (o tres y media) historias de amor con tal
concentración y detalle, claridad y brevedad. Pero hay que señalar aún otro
mérito de la película: que, aparte de contar, sabe describir a los caracteres.
Naturalmente, entre ellos destaca el conde de Chabannes; los otros, salvo
Marie, son más arquetípicos (los otros son Montpensier, Guisa y Anjou,
naturalmente).
Chabannes es un
personaje fantástico, inolvidable (bien interpretado por Lambert Wilson): un
ser abnegado, de vuelta de todo, educado, fidelísimo a su señora, sensible,
completo y complejo. La película es también un recorrido por los años finales
de este soldado de mil batallas, tan sabio como valiente, tan sensato como
desengañado, tan profesional como sentimental. Y un personaje que comienza
matando (involuntariamente) a una mujer embarazada, en el aquelarre de las
guerras religiosas, termina muriendo como un héroe de lo humano, más allá de
toda confesión, lejos de sus seres amados, exiliado a la pobreza entre gentes del
vulgo por obra nada más de su abnegación a su señora y alumna amada (¡pero qué
amor el de un hombre como Chabannes!).
Marie es también un
buen personaje, pero no tanto como Chabannes: es una mujer envuelta en una nube
de hombres que la aman, o que querrían amarla (Montpensier), un ser apasionado
y orgulloso que termina renunciando a todo para seguir su pasión por un ser
frívolo e indigno como Guisa (terrible el diálogo final de los dos, a los pies
de la fortaleza de Blois), una mujer demasiado joven y a merced de demasiados vientos
jóvenes como para reconocer la valía y la valentía del servicio de Chabannes
(aunque, por obra de su amargo desengaño ante Guisa, sabrá aprender al fin la
lección de su buen tutor).
Puesto que se trata
de la pasión: he ahí el tema de la historia original. Se nos muestran los
estragos del amor como sentimiento ambivalente, siempre poderoso y con
frecuencia trágico. Es el mundo en que vivió Mme. de Lafayette: en esa
encrucijada entre “preciosismo” y jansenismo que fue el signo de su época.
En conclusión, una
película maravillosa (mejor que “La hija de D’Artagnan”, la otra incursión de
Tavernier en la Edad Moderna francesa) que, sorprendentemente, apenas obtuvo
recompensas en los grandes premios del cine francés (pero eso qué importancia
tiene). (5 de
febrero de 2013)
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