3 mar 2013

“La princesa de Montpensier” (2010), de Bertrand Tavernier


Mis notas a "La princesa de Montpensier" (2010), de Bertrand Tavernier


La película adapta la primera novela de Mme. de Lafayette, la reverenciada autora (¡al menos por mí!) de “La princesa de Clèves”, esa maravilla de introspección, perspicacia psicológica y buen gusto. Mme. de Lafayette escribió “La princesa de Montpensier” en 1662, a los 28 años, siguiendo la reacción digamos “anti-Mme. de Scudéry” en pro de novelas más cortas (“nouvelles”) y de ambiente contemporáneo.

La “nouvelle” y la película basada en ella desarrollan su acción durante las guerras de religión francesas, y culminan en la Matanza de la Noche de San Bartolomé (1572) que, como es sabido, supuso el sangriento final del protestantismo en Francia, encarnado por los hugonotes. Es decir, Mme. de Lafayette vuelve su mirada un siglo atrás, a personajes famosos de la época (y personajes cuyos nombres aún nos evocan aquel período: los Guisa, los Anjou, los Condé, etc.).

La acción transcurre en el campo católico (Montpensier, Mezières, Guisa, Anjou), con Chabannes como único y vago enlace, por sus avatares de milicia y de conciencia, entre ambos mundos. Figuras protestantes como Condé o Coligny se mientan a veces en los diálogos con burla o con desprecio o con odio.

Bueno, hay que decirlo ya: la película es una verdadera maravilla, una muestra de cómo hacer un cine de época con medios, con talento, con guión, con sentido histórico, en una palabra, con lo que tantas veces falta en carísimas producciones de Hollywood en las que el dinero parece que se les va en atrezzo y en efectos, y no en retribuir a un guionista educado, cuidadoso y sensible que, ante todo, estudie y se empape en el espíritu o la mentalidad de la época recreada: Jean Cosmos lo hace aquí a la perfección, evidentemente con el apoyo esencial del material literario sobre el que trabaja.

Voy desglosando aciertos y momentos de la película que me han llamado la atención.

Muy cerca del principio, la fantástica escena del puente (saludo de los cuatro primos, especialmente de Montpensier y Guisa): todas las tensiones se nos muestran en unos minutos y en un solo lugar, simplemente moviendo la cámara sobre sí misma en ese lugar, que se convierte, verdaderamente, en una escenario (es casi una secuencia de Angelopoulos, a la vez teatral y grandiosa).

Las escenas de batalla (hay una memorable en el centro de la película) o de pelea (las dos peleas Guisa-Montpensier) son espléndidas, porque son realistas y verosímiles; nada de tonterías o de hazañas de super-héroes, simplemente enfrentamientos de hombres contra hombres.

Son igualmente espléndidas las escenas íntimas, entre las que recuerdo especialmente los momentos compartidos por Marie y Chabannes (en el estudio, en la campiña, en el herbolario), cuando Montpensier, partido a la guerra, ha dejado a su amigo y antiguo maestro el cometido de preparar a Marie para la Corte.

Las dos clases de escenas, las de combate y las de formación, tienen en común el tratamiento, que es justo lo que las hace tan bellas y emocionantes: Tavernier se sitúa, en la batalla o en la conversación, junto a los caracteres, y a su altura. Y ambas cosas, batalla y converación, suceden en paisajes perfectamente reconocibles, en exteriores sin elaboración o artificiosidad ninguna. Se desiste igualmente de una fotografía brillante o efectista, dejando que, si es preciso, la intemperie perjudique a veces la nitidez o el fulgor de los colores. El efecto de este modo de proceder es soberbio: un realismo, una verosimilitud y una cercarnía a los personajes y a su drama realmente apabullantes.

Lo mismo puede decirse de las escenas de la vida doméstica, o de la recepción palaciega en que se produce el trágico malentendido entre los enamorados: ocurren en estancias modestas, reconocibles, aderezadas razonablemente (incluso para un palacio), sin recargamientos o tramoyas, entre personajes que van y vienen por ellas, sin sobrecargar al espectador de planos o de puntos de vista ajenos a los caracteres implicados.

Esta simplicidad hace de muchas escenas estampas memorables, por su fidelidad y por lo convincente de los contados, pero justos, aditamentos.

Otra preciosa estampa: el campamento militar bajo la lluvia, cuando Montpensier llega para saludar a Anjou, en la tienda de éste; de nuevo, nos sentimos entre los personajes, en el ajetreo siguiente a la batalla, con la lluvia cayéndonos encima.

La película, que dura dos horas y cuarto, logra el milagro de contar cuatro (o tres y media) historias de amor, con una claridad y fluidez narrativas excelentes; y las historias se cuentan completas, desde antes de la boda concertada de Marie (por el excelente actor que encarna a Montpensier padre) hasta la desgracia o la muerte de los caracteres; es asombrosa la cantidad de cosas que suceden, de emociones que surgen y se transforman, de avatares de amor o de batalla, en el simple espacio de dos horas y cuarto, y a un ritmo además premioso; indudablemente es mérito de un talentoso director, que elige la forma más simple, verosímil y eficaz (también en esto) de contar: desde el principio, linealmente, y contándolo todo.

Mención especial merece la banda sonora, que se ajusta como anillo al dedo al ambiente y al argumento de la película.

Más verosimilitud: las danzas de la época, el momento en que los caballeros descubren las barcas paseando por el río, las lecciones de astronomía de Chabanne a su discípula (totalmente imbuidas en el espíritu de la época, ninguna metáfora o comentario extemporáneo), la recepción de Marie por la italiana reina de Francia, las disposiciones de Montpensier padre para su nueva indumentaria tras enviudar, la conversación culinaria durante la cena en el castillo, el ceremonial de la noche de bodas (cuando todas “las partes contratantes” aguardan, y casi presencian, el rompimiento del himen para sellar, o poco menos, el contrato matrimonial con la sangre vertida por la joven esposa).

Todos estos momentos son preciosos: porque al tiempo que nos introducen en el ambiente real, históricamente exacto, de una película de época (en este caso, en la Francia de fines del siglo XVI), nos muestran cómo vivían y actuaban aquellas gentes; dicho de otro modo, al disfrute cinematográfico se añade el enriquecimiento cultural, o incluso humano.

El final es otra maravilla: es la carta de despedida de Chabannes a Marie, “pensada” primero por él y leída luego por Montpensier, en dos escenarios y circunstancias radicalmente diferentes, lo que cierra la historia, junto a la reflexión final de Marie, con una claridad, una elegancia y una sensibilidad extraordinarias.

Naturalmente, a estas alturas ya no me resulta fácil discernir los méritos respectivos de la novela original de Mme. de Lafayette, del guión de Jean Cosmos o de la puesta en escena de Bertrand Tavernier: de lo que no hay duda es de que entre todos consiguen una obra cinematográfica magnífica.

Ya he subrayado la hazaña de contar cuatro (o tres y media) historias de amor con tal concentración y detalle, claridad y brevedad. Pero hay que señalar aún otro mérito de la película: que, aparte de contar, sabe describir a los caracteres. Naturalmente, entre ellos destaca el conde de Chabannes; los otros, salvo Marie, son más arquetípicos (los otros son Montpensier, Guisa y Anjou, naturalmente).

Chabannes es un personaje fantástico, inolvidable (bien interpretado por Lambert Wilson): un ser abnegado, de vuelta de todo, educado, fidelísimo a su señora, sensible, completo y complejo. La película es también un recorrido por los años finales de este soldado de mil batallas, tan sabio como valiente, tan sensato como desengañado, tan profesional como sentimental. Y un personaje que comienza matando (involuntariamente) a una mujer embarazada, en el aquelarre de las guerras religiosas, termina muriendo como un héroe de lo humano, más allá de toda confesión, lejos de sus seres amados, exiliado a la pobreza entre gentes del vulgo por obra nada más de su abnegación a su señora y alumna amada (¡pero qué amor el de un hombre como Chabannes!).

Marie es también un buen personaje, pero no tanto como Chabannes: es una mujer envuelta en una nube de hombres que la aman, o que querrían amarla (Montpensier), un ser apasionado y orgulloso que termina renunciando a todo para seguir su pasión por un ser frívolo e indigno como Guisa (terrible el diálogo final de los dos, a los pies de la fortaleza de Blois), una mujer demasiado joven y a merced de demasiados vientos jóvenes como para reconocer la valía y la valentía del servicio de Chabannes (aunque, por obra de su amargo desengaño ante Guisa, sabrá aprender al fin la lección de su buen tutor).

Puesto que se trata de la pasión: he ahí el tema de la historia original. Se nos muestran los estragos del amor como sentimiento ambivalente, siempre poderoso y con frecuencia trágico. Es el mundo en que vivió Mme. de Lafayette: en esa encrucijada entre “preciosismo” y jansenismo que fue el signo de su época.

     En conclusión, una película maravillosa (mejor que “La hija de D’Artagnan”, la otra incursión de Tavernier en la Edad Moderna francesa) que, sorprendentemente, apenas obtuvo recompensas en los grandes premios del cine francés (pero eso qué importancia tiene).           (5 de febrero de 2013)               

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