Mis
notas a “El concierto” (2009), de Radu Mihaileanu
Una exitosa comedia
francesa (¿o franco-rumana?) cuyo argumento es bien conocido: un director de
orquesta ruso represaliado encuentra el modo de resarcirse (profesional y
personalmente –tiene una hija no vuelta a ver y que ignora quién es su
verdadero padre–) ofreciendo un concierto en París con su antigua orquesta del teatro
Bolshoi; todo ello gracias a un fax oportunamente interceptado y a una masiva
usurpación de identidad (haciendo pasar a los músicos de antaño por la orquesta
del Bolshoi actual).
Es una comedia de
brocha bastante gorda, que logra la hilaridad gracias a elaboraciones y
exageraciones sobre clichés (los rusos pretéritos y actuales, el sistema político
comunista, los gitanos y su modo de vida, etc.), y que se convirtió en un éxito
de público redondeando el humor con una historia sentimental (el director
quiere a una violinista precisa para su representación; sólo él sabe, y pronto
nosotros, pero sólo en el instante de la apoteosis final lo sabrá ella, que la
chica es hija del director, nacida en aquellos años convulsos del brezhnevismo
agresivo) y, evidentemente, con una copiosa dosis de música, sobre todo de
Tchaikovski (“Concierto 35 para violín y orquesta”, cuya ejecución es el
horizonte y el culmen de toda la trama).
Como es una comedia
intranscendente, no hay que ponerse demasiado puristas con lo que en ella se
dice. Sin embargo, ya que algunas tesis (explícitas o implícitas) son harto
discutibles, me permitiré poner algunas pegas incluso al simplón mensaje
vehiculado por este simplón filme.
Pero ante todo
anotaré que la sátira de los rusos y de la política comunista es desaforada:
desde la concentración de manifestantes “a sueldo” del principio del filme (concentración
que es un fenómeno también ibérico, por cierto…) hasta la ostentación del
número de invitados en las bodas actuales; desde la exhibición impúdica de lo
más “kitsch”, hortera y chusco que la riqueza puede comprar (en el momento de
la boda del mafioso ruso) hasta esa arrogancia ilimitada, que no retrocede ni
ante la violencia (tiroteo en la boda) ni ante el sentido del ridículo (el
violoncelista estridente) ni ante la intimidación más franca (ese mismo
violoncelista, que ha costeado la aventura de la orquesta y quiere tocar en
ella, y no sólo eso: quiere además aparecer en más o menos TODAS las cámaras de
las televisiones francesa y rusa).
La sátira es
desaforada y a veces se extralimita: una cosa es reírse de los “nuevos ricos”
rusos, o de la propensión alcohólica de no pocos eslavos, y otra es pintarlos
como auténticas hordas salvajes (arrasando un hotel parisino, o mostrando un
comportamiento tumultuario a la vista de un billete de cinco euros) o como
idiotas integrales (que toleran la falsificación de pasaportes en pleno
aeropuerto, y a ojos de todo el mundo). Esto es lo que he llamado “comedia de
brocha gorda”.
La película hace
una proclamación de melomanía, comenzando y terminando por dos hermosas piezas
musicales, y además declarando la música como una respuesta universal a casi
todo. Por aquí es por donde la comedia, si uno se detiene un minuto a
considerarla algo “en serio”, hace aguas.
Tomemos la historia
sentimental: el director no le puede decir a la hija, o no quiere, que él es su
padre; la protectora de la chica, tampoco; el amigo del director, mucho menos.
Sin embargo, hay un punto en que ella quiere saber, en que necesita aclarar del
todo las insinuaciones del amigo. Entonces éste le dice, antes de retirarse,
que las palabras son traidoras, a diferencia de la música, y que hay que
liberar a ésta. Muy bien, entonces esperemos al final del concierto. ¿Qué
sucede entonces? Pues que la apoteosis musical, y la apoteosis sentimental que
la música ha desatado en los intérpretes, ha “abierto los ojos” de la
violinista, que se funde en un abrazo con el director, su padre, al que por fin
ha reconocido como tal. ¿Es esto plausible? Desde luego que no: si esto sucede,
es consecuencia precisamente de aquellas insinuaciones y medias palabras; o
bien, es consecuencia del efecto arrebatador que siempre tiene la música (yo
mismo, tras escuchar esos largos y bellos minutos de Tchaikovski, estuve a
punto de levantarme de la silla a abrazar mi perchero, sin que eso suponga que
el perchero sea mi padre…).
Mi idea es: ojo con
desacreditar a las palabras en favor de la música porque, si bien las palabras
pueden ser a veces traidoras, la música es traidora, es tramposa, es seductora,
SIEMPRE. La música no es un instrumento de conocimiento o de racionalidad o de
descubrimiento objetivo. No hace falta ser Platón para saber y tener
experiencia de esto (aunque a Platón debemos la explicación clásica).
Bien, bien, nos
reímos con los trapicheos del músico judío y su hijo, que, frustradas sus
expectativas con el caviar de contrabando, lo intentan, y lo consiguen, con los
teléfonos móviles chinos; y nos reímos con las pullas al PSG y a los rusos que
van por ahí comprándolo todo (orquestas, clubes de fútbol…); y nos reímos
también con las andanzas (de completos “clochards”) de los músicos rusos perdidos
por París. Pero volvamos al tono serio.
El comunismo ruso,
pasado y presente, se degrada con saña (aquél por atroz, éste por ridículo).
Pero sucede igual con el Partido Comunista Francés (PCF), al que se sacude sin
piedad (“Estamos pensando en vender el edificio (de la sede parisina): tenemos
más oficinas que miembros”; “tuvimos casi un 2 % de votos en las últimas
elecciones; sobre 44 millones, eso hace…”).
Estas bromas (que
dudo que Mihaileanu hiciera ahora, sin Sarkozy en el Elíseo y con los partidos
comunistas creciendo en todo Occidente) se complementan, en un momento clave de
la película (el excomisario que antaño sirvió para destruir a la orquesta, y
que ahora ha ayudado a congregarla de nuevo y a emprender la aventura parisina,
quiere ir a una reunión del PCF), con el discurso del director, argumentando
que una orquesta es una agrupación de talentos diferentes comprometidos en la
creación de una armonía común (él usa más palabras, pero esa es la idea), añadiendo
aviesamente que “eso es el comunismo”.
O sea, que la
solución a los problemas socio-económicos, la recta interpretación de los
movimientos socio-políticos, la traducción ideal de las utopías sociales (la
torpe cuando no terrible traducción real es demasiado conocida…), la tenemos en
la imagen de la orquesta. La música, como sucedía con la intriga sentimental de
la película, es también ahora la respuesta.
Esta tesis es
igualmente inaceptable, para empezar por los motivos antes dichos (la música no
sirve a la racionalidad, la orquesta no construye nada “racional”). Pero hay
además otras muchas (y alguien más versado que yo en filosofía política daría
aún más, y mejores).
Una sociedad no es
una orquesta, porque una orquesta sabe qué música tocar y una sociedad vive
decidiéndolo o averiguándolo. Una orquesta vive “de memoria”, y persigue una
armonía pre-concebida. Una sociedad construye su objetivo al tiempo que lo
persigue; vive de “razón” y de “voluntad” (aunque necesite la memoria); y busca
creándola una armonía que crea buscándola. Además, una sociedad no es un
organismo, sino un artefacto; no es un cuerpo de instrumentos (musicales) sino –dicho
apurando las palabras– un instrumento (pero no sólo) de cuerpos (humanos). Por
otro lado, ¿qué es eso de “armonía”, o de “equilibrio”? Si hay tal cosa en una
sociedad, es un equilibrio siempre complejo, siempre precario, siempre
dinámico. Aún más, la orquesta es el paradigma de la “división del trabajo”; y
si asumir esa división para una sociedad es hacer una gran asunción,
identificar esa división definitoria con “el comunismo” es desconocer del todo
los ideales de éste. En fin, no seguiré, puesto que ni es éste el lugar, ni soy
yo la persona, para explotar estos temas de nuevo platónicos (en este caso,
anti-platónicos).
Para descansar
ahora, una nota de belleza: la guapa Mélanie Laurent demuestra ser una
excelente actriz, sin duda mejor que el soso e inexpresivo Alexei Guskov, que
encarna a su padre, el director del estrambótico concierto.
Por cierto, si la
música, como se dice o se implica, es la respuesta a todo, la película debería
mostrar mucho más respeto por ella (sí, aunque se trate de una comedia). Tal
como la vemos, la música es algo que “les pasa” a los personajes, lo que, desde
luego, es lastimosamente inverosímil. En el filme no vemos NADA del esfuerzo, del
estudio, de la entrega, incluso del sacrificio, que la música, sea como
director o como virtuoso, requiere. Estos músicos tocan como gitanos, sin
ensayos ni partituras, pero, como están llenos de emoción y de talento,
Tchaikovski les sale naturalmente… Me temo que tengo que usar de nuevo la
expresión “comedia de brocha gorda”…
(24 de febrero de 2013)
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