3 mar 2013

“El concierto” (2009), de Radu Mihaileanu


Mis notas a “El concierto” (2009), de Radu Mihaileanu


Una exitosa comedia francesa (¿o franco-rumana?) cuyo argumento es bien conocido: un director de orquesta ruso represaliado encuentra el modo de resarcirse (profesional y personalmente –tiene una hija no vuelta a ver y que ignora quién es su verdadero padre–) ofreciendo un concierto en París con su antigua orquesta del teatro Bolshoi; todo ello gracias a un fax oportunamente interceptado y a una masiva usurpación de identidad (haciendo pasar a los músicos de antaño por la orquesta del Bolshoi actual).

Es una comedia de brocha bastante gorda, que logra la hilaridad gracias a elaboraciones y exageraciones sobre clichés (los rusos pretéritos y actuales, el sistema político comunista, los gitanos y su modo de vida, etc.), y que se convirtió en un éxito de público redondeando el humor con una historia sentimental (el director quiere a una violinista precisa para su representación; sólo él sabe, y pronto nosotros, pero sólo en el instante de la apoteosis final lo sabrá ella, que la chica es hija del director, nacida en aquellos años convulsos del brezhnevismo agresivo) y, evidentemente, con una copiosa dosis de música, sobre todo de Tchaikovski (“Concierto 35 para violín y orquesta”, cuya ejecución es el horizonte y el culmen de toda la trama).

Como es una comedia intranscendente, no hay que ponerse demasiado puristas con lo que en ella se dice. Sin embargo, ya que algunas tesis (explícitas o implícitas) son harto discutibles, me permitiré poner algunas pegas incluso al simplón mensaje vehiculado por este simplón filme.

Pero ante todo anotaré que la sátira de los rusos y de la política comunista es desaforada: desde la concentración de manifestantes “a sueldo” del principio del filme (concentración que es un fenómeno también ibérico, por cierto…) hasta la ostentación del número de invitados en las bodas actuales; desde la exhibición impúdica de lo más “kitsch”, hortera y chusco que la riqueza puede comprar (en el momento de la boda del mafioso ruso) hasta esa arrogancia ilimitada, que no retrocede ni ante la violencia (tiroteo en la boda) ni ante el sentido del ridículo (el violoncelista estridente) ni ante la intimidación más franca (ese mismo violoncelista, que ha costeado la aventura de la orquesta y quiere tocar en ella, y no sólo eso: quiere además aparecer en más o menos TODAS las cámaras de las televisiones francesa y rusa).

La sátira es desaforada y a veces se extralimita: una cosa es reírse de los “nuevos ricos” rusos, o de la propensión alcohólica de no pocos eslavos, y otra es pintarlos como auténticas hordas salvajes (arrasando un hotel parisino, o mostrando un comportamiento tumultuario a la vista de un billete de cinco euros) o como idiotas integrales (que toleran la falsificación de pasaportes en pleno aeropuerto, y a ojos de todo el mundo). Esto es lo que he llamado “comedia de brocha gorda”.

La película hace una proclamación de melomanía, comenzando y terminando por dos hermosas piezas musicales, y además declarando la música como una respuesta universal a casi todo. Por aquí es por donde la comedia, si uno se detiene un minuto a considerarla algo “en serio”, hace aguas.

Tomemos la historia sentimental: el director no le puede decir a la hija, o no quiere, que él es su padre; la protectora de la chica, tampoco; el amigo del director, mucho menos. Sin embargo, hay un punto en que ella quiere saber, en que necesita aclarar del todo las insinuaciones del amigo. Entonces éste le dice, antes de retirarse, que las palabras son traidoras, a diferencia de la música, y que hay que liberar a ésta. Muy bien, entonces esperemos al final del concierto. ¿Qué sucede entonces? Pues que la apoteosis musical, y la apoteosis sentimental que la música ha desatado en los intérpretes, ha “abierto los ojos” de la violinista, que se funde en un abrazo con el director, su padre, al que por fin ha reconocido como tal. ¿Es esto plausible? Desde luego que no: si esto sucede, es consecuencia precisamente de aquellas insinuaciones y medias palabras; o bien, es consecuencia del efecto arrebatador que siempre tiene la música (yo mismo, tras escuchar esos largos y bellos minutos de Tchaikovski, estuve a punto de levantarme de la silla a abrazar mi perchero, sin que eso suponga que el perchero sea mi padre…).

Mi idea es: ojo con desacreditar a las palabras en favor de la música porque, si bien las palabras pueden ser a veces traidoras, la música es traidora, es tramposa, es seductora, SIEMPRE. La música no es un instrumento de conocimiento o de racionalidad o de descubrimiento objetivo. No hace falta ser Platón para saber y tener experiencia de esto (aunque a Platón debemos la explicación clásica).

Bien, bien, nos reímos con los trapicheos del músico judío y su hijo, que, frustradas sus expectativas con el caviar de contrabando, lo intentan, y lo consiguen, con los teléfonos móviles chinos; y nos reímos con las pullas al PSG y a los rusos que van por ahí comprándolo todo (orquestas, clubes de fútbol…); y nos reímos también con las andanzas (de completos “clochards”) de los músicos rusos perdidos por París. Pero volvamos al tono serio.

El comunismo ruso, pasado y presente, se degrada con saña (aquél por atroz, éste por ridículo). Pero sucede igual con el Partido Comunista Francés (PCF), al que se sacude sin piedad (“Estamos pensando en vender el edificio (de la sede parisina): tenemos más oficinas que miembros”; “tuvimos casi un 2 % de votos en las últimas elecciones; sobre 44 millones, eso hace…”).

Estas bromas (que dudo que Mihaileanu hiciera ahora, sin Sarkozy en el Elíseo y con los partidos comunistas creciendo en todo Occidente) se complementan, en un momento clave de la película (el excomisario que antaño sirvió para destruir a la orquesta, y que ahora ha ayudado a congregarla de nuevo y a emprender la aventura parisina, quiere ir a una reunión del PCF), con el discurso del director, argumentando que una orquesta es una agrupación de talentos diferentes comprometidos en la creación de una armonía común (él usa más palabras, pero esa es la idea), añadiendo aviesamente que “eso es el comunismo”.

O sea, que la solución a los problemas socio-económicos, la recta interpretación de los movimientos socio-políticos, la traducción ideal de las utopías sociales (la torpe cuando no terrible traducción real es demasiado conocida…), la tenemos en la imagen de la orquesta. La música, como sucedía con la intriga sentimental de la película, es también ahora la respuesta.

Esta tesis es igualmente inaceptable, para empezar por los motivos antes dichos (la música no sirve a la racionalidad, la orquesta no construye nada “racional”). Pero hay además otras muchas (y alguien más versado que yo en filosofía política daría aún más, y mejores).

Una sociedad no es una orquesta, porque una orquesta sabe qué música tocar y una sociedad vive decidiéndolo o averiguándolo. Una orquesta vive “de memoria”, y persigue una armonía pre-concebida. Una sociedad construye su objetivo al tiempo que lo persigue; vive de “razón” y de “voluntad” (aunque necesite la memoria); y busca creándola una armonía que crea buscándola. Además, una sociedad no es un organismo, sino un artefacto; no es un cuerpo de instrumentos (musicales) sino –dicho apurando las palabras– un instrumento (pero no sólo) de cuerpos (humanos). Por otro lado, ¿qué es eso de “armonía”, o de “equilibrio”? Si hay tal cosa en una sociedad, es un equilibrio siempre complejo, siempre precario, siempre dinámico. Aún más, la orquesta es el paradigma de la “división del trabajo”; y si asumir esa división para una sociedad es hacer una gran asunción, identificar esa división definitoria con “el comunismo” es desconocer del todo los ideales de éste. En fin, no seguiré, puesto que ni es éste el lugar, ni soy yo la persona, para explotar estos temas de nuevo platónicos (en este caso, anti-platónicos).

Para descansar ahora, una nota de belleza: la guapa Mélanie Laurent demuestra ser una excelente actriz, sin duda mejor que el soso e inexpresivo Alexei Guskov, que encarna a su padre, el director del estrambótico concierto.

Por cierto, si la música, como se dice o se implica, es la respuesta a todo, la película debería mostrar mucho más respeto por ella (sí, aunque se trate de una comedia). Tal como la vemos, la música es algo que “les pasa” a los personajes, lo que, desde luego, es lastimosamente inverosímil. En el filme no vemos NADA del esfuerzo, del estudio, de la entrega, incluso del sacrificio, que la música, sea como director o como virtuoso, requiere. Estos músicos tocan como gitanos, sin ensayos ni partituras, pero, como están llenos de emoción y de talento, Tchaikovski les sale naturalmente… Me temo que tengo que usar de nuevo la expresión “comedia de brocha gorda”…           (24 de febrero de 2013)

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