Mis
notas a “Lincoln” (2012), de Steven Spielberg
Una película que se
recibe (al menos yo) como un soplo de aire fresco, en estos tiempos de descrédito
generalizado (absoluto en España) de los políticos, de la política cotidiana e,
incluso, de la Gran Política. Lo que esta película muestra es a un político de
alto nivel haciendo política trascendente. Y el efecto sobre la audiencia (al
menos sobre mí) es casi catártico.
Me apresuro a
anotar lo obvio: que, de entre los muchos Lincolns propuestos por historiadores
e investigadores (el Lincoln esclavista de su juventud, el Lincoln cuyo
abolicionismo era compatible con su innato y arraigado racismo, el Lincoln
marxista para el que la abolición de la esclavitud era sólo parte de una
emancipación mayor, etc., etc.), la película nos muestra el más convencional o
incluso “idealizado” o “mitologizado” (el visionario obsesionado con acabar con
la lacra inhumana de la esclavitud). Pero lo hace con unos tonos realistas,
cotidianos, contra un fondo bien tangible de barro y sangre, usando más la
técnica del aguafuerte (claroscuros no sólo visuales, y claroscuros
minuciosamente matizados) que la de la vaporosa, hagiográfica acuarela.
La película es
política, es sobre la política y describe estrictamente el tortuoso
procedimiento político que llevó a la aprobación de la XIII enmienda a la
Constitución norteamericana (la abolición de la esclavitud).
Otra cosa que
“pasar por encima”: desde el punto de vista de los grandes principios, la Revolución
Francesa ya había abolido la esclavitud (una consecuencia: la creación del
Estado de Haití) y, más recientemente, el zar Alejandro II había puesto fin a
la servidumbre en Rusia en 1861. Pero olvidemos esto, aceptemos el rol pionero
del Presidente Lincoln.
La película es
política hasta el tuétano, entre otras cosas porque nos muestra a políticos
profesionales dedicados a sus menesteres cotidianos: sondean las tendencias
populares, se ven obligados a hacer concesiones (o fingir que las hacen) a sus propios
aliados (pero ligera o profundamente disidentes), tienen que hacer fintas a los
adversarios, no apartan los ojos del factor tiempo (del momento electoral, de
la coyuntura más oportuna, de un instante previsible de debilidad del rival),
han de disimular sus verdaderas (y a veces sus falsas) intenciones, deben
mostrar la flexibilidad necesaria para renunciar a algo para conseguir más (o para
conseguir algo más importante, o para conseguirlo más pronto), han de estar
dispuestos a mentir y a traicionar sin ninguna vacilación, no pueden perder de
vista los intereses o los temores o las esperanzas de aquellos con quienes deben
competir (o colaborar), han de saber imaginar estrategias al tiempo que son
capaces de mancharse las manos con tácticas y tacticismos. Hay un amplísimo
muestrario de todas estas cualidades (o requisitos) del buen político en
“Lincoln” (y no encarnadas solamente por él: véase la figura espléndida del
astuto radical Thadeus Jones).
Pero “Lincoln” va
más allá de este repertorio de herramientas o de “vicios virtuosos” de la
política y de los políticos (cuya simple enumeración, naturalmente, nos trae a
la mente el nombre clásico de Maquiavelo); puesto en que en “Lincoln” no se
trata de un politicastro, del típico arribista aferrado a un cargo, que lo exprime
sin piedad y sin otro apuro que el de conservarlo tanto tiempo como le sea
posible, hasta conseguir otro aún más fructífero (por desgracia, la vida
pública española está plagada de estos depredadores sin escrúpulos). En
“Lincoln” se nos muestra a un idealista.
Este es el punto
clave del personaje, y de la película: Lincoln tiene una idea para su país, y
se trata de una idea basada en principios (éticos, religiosos o incluso
lógicos, poco importa). Y es justamente esta idea, y la fidelidad, la pasión y
el espíritu de sacrificio con que la sirve, lo que le coloca por encima de los
políticos al uso.
He ahí el sentido y
la dignidad de la política, que no está en los medios (forzosamente
maquiavélicos) sino en los fines; he ahí por qué, pese a sus trucos de
picapleitos de pueblo (lo que Lincoln fue en su juventud), pese a sus “malas
artes” de todo jaez (el soborno o la intimidación apenas disimulados, presiones
y artimañas no muy alejados de la prevaricación o la malversación), pese a sus
ocasionales “malas maneras” democráticas (autoritarismo, trapacería,
impaciencia), pese a cometer el crimen máximo en una democracia (mentir a los
representantes del pueblo) –crimen máximo que es al mismo tiempo el riesgo y el
sacrificio máximo del “honesto Abe”–, he ahí por qué, pese a todo ello, Lincoln
se erige como un político de talla excepcional, con una proyección y una
permanencia histórica.
Y éste es el
mensaje de la película en estos tiempos de escepticismo: “eh, esto es la
política de verdad, éstos son los verdaderos políticos, ésta es la clase de
seres humanos cuyo idealismo y cuyo espíritu de sacrificio ha hecho y debe
seguir haciendo avanzar, o guiando el avance, del modo en que las sociedades
humanas viven”.
Lincoln es ante
todo un abogado, y hay al principio un debate sutil (pero no bizantino) sobre
el estatuto jurídico de los esclavos del Sur que, junto al Discurso de
Gettysburg recitado al principio, nos da otro ángulo de la película (uno
tercero, junto al ideológico y el legalista, podría ser el sentimental,
reflejado en las estampas y las cuitas del hijo pequeño de Lincoln). El
problema está expuesto con tal claridad, dentro de su finura, que realmente uno
queda convencido de que los debates de leguleyos, o las minucias o matices
sobre la naturaleza jurídica de ciertos derechos reales, no son siempre algo
risible… En este sentido, este simple momento de la película reivindica
también, como se hace todo el tiempo con la política, la dignidad del derecho
como disciplina cívica, de la profesión de abogado (el joven Lincoln) y de la
jerga del foro.
Lo que vale para el
derecho vale para la filosofía (política, obviamente): recuerdo ahora la
discusión en la Cámara acerca de la comprensión (por Stevens) de la palabra
“igualdad”: ¿se trata de una igualdad material?, ¿o meramente formal, legalista
(igualdad ante la ley)? El crucial momento, y la astucia de Stevens, nos hacen
ver lo importantísimo de la distinción, desde luego mucho más que terminológica.
Casi sobra decirlo,
pero la película da también una lección de historia (el funcionamiento del
Congreso norteamericano a mediados del s. XIX, la curiosa inversión de roles
–respecto de los actuales– entre el partido republicano y el demócrata, las
plurales tendencias en Washington en relación a la guerra, a la Unión y al tema
del esclavismo). Y, por mediación de Lincoln y de su empeño, nos enseña que la
Historia, a su vez, tiene mucho que enseñarnos, si sabemos leerla con interés y
amplitud de miras.
He hablado mucho (forzosamente)
de política; bien, es el momento de decir que la omnipresencia de la política
tiene su contrapartida en la ausencia (salvo alguna fugaz mención) de la
economía: la película ignora por completo los factores económicos, la
trascendencia económica de la emancipación, la lucha de intereses económicos de
la que el debate esclavista no era más que un subproducto; esta completa
ausencia del elemento infraestructural (por usar en este punto oportuna
terminología marxista) impide una contemplación global del dilema
abolicionista. Pero la película ha hecho, muy claramente, sus elecciones, y es
coherente con ellas.
La película en sí
misma es una obra de arte: una sucesión de estampas, a cual más cuidada y
hermosa, de interiores decimonónicos.
Bellísimo efecto de
la iluminación natural (la luz del sol, los reflejos, los contraluces, las
estancias iluminadas con velas o con el fuego del hogar, interiores con
exactamente la luz que debían tener allá por 1865): hay pocas películas que
hayan usado más inteligente y más bellamente este recurso de limitarse a los
medios lumínicos de la época.
Aunque la película es de interiores, los pocos
exteriores que hay son espléndidos: la batalla inicial en el barro y la lluvia,
la conversación posterior del Presidente con los dos soldados negros (otra
preciosidad de composición, y de iluminación, aparte del artificioso, pero muy
efectivo, recurso de hacer que los soldados reciten el Discurso de
Gettysburgh), el paseo final de Lincoln por el campo de batalla.
Ya lo he dicho,
pero valga la repetición: el inicio es, sencillamente, apabullante (la escena
de batalla –casi otro “Soldado Ryan”, salvando las distancias–).
No sé quién es el
director de fotografía, pero sí quién es el autor del espléndido guión: un
autor llamado Tony Kushner.
Se trata de una
pieza de escritura cinematográfica de una ambición y de una solidez
extraordinarias; y se trata de una pieza muy difícil, por las muchas líneas que
seguir y que cuadrar (vida política y vida familiar, y dentro de cada una
muchas relaciones que mostrar, que explicar y que hacer evolucionar).
La película se
permite hacer concesiones al humor (los tres “conseguidores” enviados a hacer
presión a votantes indecisos o expectantes de alguna sinecura), que funcionan
perfectamente.
El lado sentimental
es siempre peligroso, tratándose de Spielberg: yo creo que aquí, refrenado por
un guión austero, alcanza el punto de exacto de emoción sin empalago.
Hay por un lado la relación conyugal entre el
sobrio Lincoln y su emocionalmente complicada esposa, y están por otro las
relaciones con los tres hijos: el hijo muerto, cuya presencia planea sobre los
caracteres todo el tiempo (enturbiando las relaciones conyugales), el segundo
hijo (que da pie a algunas escenas de tensión intrafamiliar, por su empeño en
alistarse antes de que la guerra concluya) y el pequeño, cuya presencia se
acentúa en los momentos más importantes (la declaración solemne al Congreso, el
asesinato del padre).
Emoción sin
empalago: ese bello momento en que Lincoln entra en la estancia donde su hijo
pequeño duerme junto al fuego, y se tiende en el suelo junto a él…
Si tengo que buscar
algún defecto a la película (es decir, a su guión), tengo que hacerlo con
respecto a las tramas filiales: el hijo muerto es fundamental, y el hijo
pequeño, un accesorio útil (a veces demasiado accesorio…); pero la aportación
del hijo intermedio me parece al menos cuestionable, por demasiado convencional
(él quiere enrolarse, los padres se lo prohíben, etc.): no creo que fuera
necesario para realzar la humanidad del Presidente; aunque sí puede cumplir un
rol precisamente político (la renuencia de Lincoln a dejarle alistarse puede
connotar su recelo, y su determinación, de que la guerra podría aún prolongarse
unos meses, es decir, de que la misión negociadora sudista no va a obtener nada
de él, que se ha visto obligado a aceptarla simplemente por un acuerdo “de
partido” con la facción republicana conservadora).
No voy a decir nada
de la interpretación de Day-Lewis: simplemente, que el Lincoln de la película
más que un retrato parece una creación (de Tony Kushner y sus fuentes,
obviamente), y que esta creación es completamente convincente (gracias al
talentoso Day-Lewis): este Lincoln sentencioso y fabulador, habitualmente
abstraído y ocasionalmente enérgico, este ausente tan magnético, este idealista
presto a “arremangarse”, este soñador testarudo, este santo mentiroso, no es
una figura fácil de olvidar.
Una película de
texto y de diálogo como ésta, densa de ideas y de contenido, se disfruta y
aprovecha mejor en versión doblada (si los doblajes españoles mantienen su
habitual excelente nivel de calidad), y así haré yo el segundo visionado cuando
“Lincoln”, ya en disco, caiga en mis manos. Por ahora, estas notas son lo que
me ha sugerido la versión original subtitulada en que he visto esta memorable
película. (22 de
febrero de 2013)
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