25 oct 2011

"Napola" (2004), de Dennis Gansel


Astillas descubriendo el fuego
(Mi comentario a "Napola" (2004), de Dennis Gansel)

Aunque hay poco de original en una película “de instituto”, la idea de “Napola” de ubicar su historia de adolescentes intramuros en una escuela militar nazi sí me parece novedosa. La siguiente obra del director Dennis Gansel –la espléndida e impactante “La ola”– abordaría de nuevo el tema del nazismo o totalitarismo fascista, visto otra vez con ojos adolescentes y desde una perspectiva aún más inusitada.

Aparte de la localización, no hay nada demasiado sorprendente en “Napola”. Sus virtudes son otras que la originalidad, y deben buscarse en el buen hacer, la intensidad y la emoción.

Se trata de una historia de formación (¿puede haber algo más convencionalmente alemán que una Bildungsroman?). El adolescente Max Riemelt rompe con todo para ingresar, ahíto de confianza y de sueños, en una escuela de élite, que le franquea las puertas ufana de contar con sus dotes pugilísticas para reverdecer marchitos laureles deportivos. Es el verano de 1942 y el venerable castillo sede de la escuela NAcional POLítica (de ahí el nombre) está permeado, concienzuda, fanáticamente, de los aires terribles y decisivos de la época. Paulatinamente, el joven irá descubriendo y experimentando la naturaleza abominable de la mentalidad inoculada en la escuela. Pero ello sucederá a expensas de su inocencia, de sus ideales y hasta de su humanidad. 

La película logra transmitirnos la emoción de muchos momentos. A quienes gustamos de rememorar los años de nuestra adolescencia la película nos apela con el íntimo goce del héroe en la comunión con el grupo, en cantar a pleno pulmón –todos juntos– sonoros himnos, en compartir mates rutinas y brillantes sueños con almas gemelas, en el auroral milagro de encontrar un amigo.

Luego, poco a poco, para el héroe Riemelt llegan las experiencias de crueldad, de hipocresía, de desengaño. Los momentos en que el Sistema –sea eso lo que sea– le obliga a uno a mancharse las manos y, peor, a mancharse el alma. Las inexplicables, increíbles arbitrariedades, el despotismo de los esbirros insignificantes, la mentira elevada a programa, el imperio y el privilegio de los deliberada, manifiestamente Peores, la constatación de que la vulnerabilidad o refinamiento le convierten a uno en reo de lesa debilidad. Hablo de las escenas de la batida en el bosque, de los fugaces lapsos en que el chico, en el cuadrilátero, vacila (¡pero no debe vacilar!), de la camaradería y la retórica brutales (y falsas) del preboste local, de la encrucijada del amigo entre conciencia y familia, de la terrible prueba, desgarradora, reveladora, decisiva, en el lago helado. Pues bien, todos estos hitos de la trama están rodados con fuerza y con convicción.

Hay más momentos. En uno de ellos, el personaje, en medio de una tormenta de nieve, mira hacia atrás y ve lo que deja, un error de su vida, la sede inolvidable de un aprendizaje amargo. Y enfrente está el camino, abierto y ancho, pleno de incertidumbre pero al tiempo invitador. No tenemos más que una maleta y dieciocho años, nos golpea la nieve, damos el primer paso de nuestra nueva vida. ¿Quién no ha vivido algo así?     (24-sep-11)

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