25 oct 2011

"Marmaduke" (2010), de Tom Dey


Perro nuestro, que estás en los oscuros sueños
(Mi comentario a "Marmaduke" (2010), de Tom Dey)

Esta hamburguesa de perro nos deja al primer mordisco un sabor empalagoso e imposible –como a carne de ángel– en la boca. Vemos a un perrazo de tamaño equino razonándonos como un jeti-guay presuntamente gracioso y haciendo lo que se le pone (sisar comida, devastar el jardín, arrastrar por el fango a su dueño) en un casita repugnantemente unirepugnantementefamiliar, donde todos y cada uno de los integrantes parecen alcanzar inefables orgasmos con cada nueva barrabasada de la malabestia de la megamascota.

Al final de los tóntulos de crédito ya nos hemos dado cuenta de lo que se está guisando aquí: el can Cerbero encarna y nos conduce a nuestros sueños más salvajes, el argumento no es sino una proyección psicológica legible en lenguaje freudiano, la película es el retrato escalofriante de un gilipollas en serie trazado en el lenguaje de un “Matrix” para veterinarios y orientado a un público de tarados frustrados.

Ahí tenemos por ejemplo al paterfamilias de esta tribu de zoófilos discapacitados. Incapaz de currar en nada que no sea el mercadeo de fruslerías (la venta de Mierda de Perro como su Meta en la Vida), humillado por su rol de estereotipador vulgar en la camada de que se cree responsable (el muy ingenuo: es obvio que sus hijos son en realidad obra de su perro, no hay más que fijarse en sus rasgos faciales), rotundamente inútil para cuanto no sea el baboseo vulgar de su hembra, de sus crías o de su Amo. ¿No ha de necesitar un tipo así, para tener la vergüenza de persistir en la vida, una proyección mental como Marmaduke?

Aún más obvio es el caso de la vaca reproductora que cual lapa se ha adherido a míster Patético desde los tiempos del instituto. Salta a la vista el tejemaneje que se traen ella y el perro. Hacer carantoñas al incauto del maridito le sobra a ella para que él le coma en la mano, hasta que llega el momento –cuando al Astado se le ocurre castigar por una noche al único semental del hogar dulce hogar– de ponerle morritos y exiliarle al sofá.

Pero nada más probatorio de la naturaleza de holograma psicológico del perro epónimo del filme que los hijos de esa pareja de paralíticos vitales. A la clorótica de turno le despierta la libido un surfeador cachitas, pero ahí está el padre represor para aguar la fiesta de la pollita encelada y el pepitopiscinas. Resultado: Marmaduke, campeón de surf, invade los sueños y la realidad de la ado. Luego hay un churumbel al que no le gusta el fútbol, sino el patinaje (su deriva hacia los grafitis, las pandillas y la delincuencia juvenil parece inexorable…): como chaval desgarrado por su terrible conflicto interno entre fútbol y patines, su más acariciada ficción nocturna es la de un “alter ego” comprensivo. Resultado: Marmaduke. Y respecto a la niñita pequeña, sería demasiado sórdido, casi atroz –y muy probablemente delictivo– glosar aquí las implicaciones últimas del depravado guionista al mostrar a un Marmaduke ciegamente sumiso a los caprichos mínimos y a la correa imperiosa de la niña.

Esto respecto al contexto de partida de esa imagen virtual llamada Marmaduke. Pero ese contexto se amplía, nos alcanza, nos invade, nos pringa, nos revela, una vez que la imagen cobra vida fuera de su recinto inicial. Entonces el Perro del Infierno se introduce subrepticiamente en nuestro “ello” más recóndito, se apodera de nuestros más inconfesos delirios y nos los muestra salvaje, irrestrictamente realizados. Ah, quién no ha soñado con destronar al obvia y conscientemente superior, al rival de mejor casta o de más clase, y ocupar su trono (¿y qué mejor, más indisputado modo de hacerlo, que con una proclama condescendiente, sofísticamente magnánima?). Y a quién no le ha seducido, sordamente, la idea de desairar a esa amiga fea y abnegada, para demostrarle que podemos legítimamente ambicionar y obtener más de la vida que su piedad sin “glamour”. Y gustar a la bella, a la Tía Buena (esa entelequia), hacerla reír, seducirla con nuestras habilidades deportivas, prepararle una cena que no desee concluir sin haberse deleitado en una golosina sexual, llevarla a menospreciar a su macho puramente vistoso, acabar menospreciándola a ella por ser puramente vistosa, ¿quién no se ha refocilado hasta la alucinación en una perspectiva así? Y utilizar al amigo en nuestro provecho, desahogarnos físicamente en su maltrato cruento, obtener su perdón sin haberlo solicitado (y además enriquecido con nuevas dosis de admiración) y seguir gozando de su amistad, ¡ah, qué cimas inconfesables del instinto de muerte, de la voluntad de poder, del amor propio más amoroso y más propio!

Llegados a este punto de íntimo trastorno y transfiguración, el terremoto en que culmina la película nos parece tan lógico como la conclusión de un silogismo. Es hora de hablar el viejo lenguaje: la vida, la salvación. Nuestra grandeza culmina salvando una vida, nuestra miseria culmina siendo nuestra vida la salvada. Marmaduke, ese monstruo que ha adoptado –cual tótem arcaico– nuestras peores bajezas y nuestros más dementes sueños, salva una vida y ve la suya salvada. Si eso no es una catarsis o un “shock” psicológico, que venga Freud y lo diga. (Y la sede de tal conmoción no podía ser otra –dicho sea de paso– que una cloaca, considerando cuanto antecede).

En síntesis, para terminar: “Marmaduke” es una interesante muestra de unos cuantos géneros cinematográficos: el terror psicológico más sutil, las películas de mascotas para niños de cero a cien años, la ciencia-ficción en la era de la realidad virtual, la pura evasión mediante seres y fenómenos paranormales (incluidos animales domésticos), las comedias costumbristas ácidas, e incluso el documental etnográfico sobre el hábitat y las estrategias mentales de adaptación y supervivencia del Ciudadano Medio (esa plaga irrisoria).   (9-oct-11)

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