25 oct 2011

"El ultimátum de Bourne" (2007), de Paul Greengrass


La primera víctima de la amnesia es el cinturón de seguridad
(Mi comentario a )

Aunque pueda parecer una paradoja, las espasmódicas circunvoluciones planetarias del despistado Bourne son una notable muestra de concentración narrativa. No hay historias secundarias, los personajes no se pierden en digresiones de ningún tipo, se dice lo justo y necesario (“ponme con el Ministro del Interior ruso”, por ejemplo, nada de “hagamos una reunión…” o “consideremos…”), no hay postales ni chistes, se está a lo que se está y como se debe estar (sin aliento, claro).

El episodio paradigmático a este respecto me parece el segundo (“El mito…”). “El ultimátum…” es un paso atrás, en lo que a esta característica se refiere. Los “malos” (por cierto, la pareja de “malos” Strathairn-Allen es aquí la mejor de la trilogía, siendo ya notables los dúos Cooper-Cox y Allen-Cox), los malos, decía, hablan como sacamuelas (se trata de mostrar la metamorfosis de Joan Allen, esa cordera con piel de loba) y, a mi juicio, el consabido marco de amnesia (la nebulosa de recuerdos inicial de Bourne y su progresiva afinación) aquí no aporta nada más que minutos innecesarios (no se puede decir lo mismo de la relación de Bourne con Julia Stiles, descrita con el habitual laconismo).

Por el contrario, las escenas de acción son lo que tienen que ser, lo son de un modo magnífico y, de remate, concentran –pese a toda la cacharrería ocasionada– la acción y la tensión. De los tres grandes momentos de acción de la película, la persecución “protectora” por los tejados de Tánger del sicario de turno es memorable, pero la cita-seguimiento-escolta del periodista en la londinense estación de Waterloo es sencillamente magistral.

¿Por qué? Primeramente porque nos introduce en la película sin remisión (nos concentra en ella, usando de nuevo el término clave). Y además, porque lo hace pese a ser sumamente larga (¡en cuántas pelis de acción uno se aburre al cabo de medio minuto de tiros o de patadas!). Las herramientas para lograrlo son fáciles de enumerar (¡pero no de dominar!): una sucesión de imágenes espléndidamente pautada (no vertiginosa o mareante, estilo “Moulin Rouge”), una sucesión que narra clara, comprensiblemente, mediante enfoques, barridos, planos cortos y demás recursos, lo que está pasando, y que es servida al espectador al cabo de un montaje pulcro, minucioso y efectivo, y en compañía de una vibrante banda sonora más que adecuada. El resultado, como he dicho, es una larga e inolvidable secuencia, cuajada por añadidura de ese realismo tangible, de ese pálpito de gran ciudad bullente, que es otra de las marcas de estilo (y de talento) de la serie Bourne. Pero de este realismo ya he hablado en otro de mis comentarios a estas películas.    (1-sep-11)

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