25 oct 2011

"127 horas" (2010), de Danny Boyle


Utillaje chino, sabiduría de mercadillo y otras meteduras (de brazo)
(Mi comentario a "127 horas" (2010), de Danny Boyle)


Este cortometraje estirado como un chicle es una bagatela paupérrima, aburrida e irreal. Publicitarlo como una película suena a broma, y tragárselo es picar, a costa de nuestro tiempo, el típico anzuelo hollywoodense.

Es una simpleza: un tipo queda atrapado en una grieta y trata de salir de ella. Eso es todo: el resto es sólo aire, un relleno a ratos facilón y a ratos pomposo, un patético empeño de alargar lo que daría para diez minutos de discretito documental del National Geographic hasta llegar, agónicamente, hasta los noventa minutos estándar vendibles como largometraje.

Lógicamente, como no podía ser de otro modo, la película es aburridísima. No pasa nada, y los sucesivos trucos u ocurrencias de este McGyver de pacotilla nos parecen casi desde el principio faltos de todo interés.

Por encima de todo, la descripción de la seudo-agonía del sujeto es irreal hasta repugnar. ¿Todo lo que uno piensa en circunstancias tan cruciales es “tenía que haber sido bueno con papá y mamá, y con mi chica”? Es ridículo. Desde luego que, en punto a realismo, la película no es “La muerte de Iván Ilich”, pero uno esperaría al menos una descripción o indagación digna de esos momentos en que se ve a la muerte frente a frente. Lo que esta película ofrece es tan superficial, tan pobre, tan absurdo, que casi no se cree. Cuando uno se enfrenta a la muerte, se enfrenta también a la propia vida vivida (que es algo mucho más amplio, denso, profundo, comprehensivo, que estos irrisorios accesos de moralina facilona y grotesca). En una palabra, irrealismo desmesurado y decepcionante, superficialidad casi enfermiza, moralinismo de genuino sabor americano, psicología cero (cuando no de signo negativo).

El producto es infumable. Le ponen chicas (las dos del principio: ¡solucionado un cuarto de hora!, la guapísima novia del tipo: ¡bonita atracción comercial, para endulzar el tostón!), le añaden bastante jueguecito de imágenes (simultáneas en pantalla, efectos fotográficos, etc.), le echan unas gotitas de paisaje espectacular y de música rápida (que si no la gente se duerme, diablos), pero ni aun así. Resulta un rollo pretencioso que, como otros intentos del pedante de Danny Boyle (como por ejemplo “La playa”), tiene ínfulas de mensaje o de reflexión existencial y no pasa de videoclip hueco.

Es todo un vídeoclip. El tipo se pasa el tiempo rodándose, con su supercámara ideal para fines de semana “lejos de la civilización” (y naturalmente acaba siendo lo que pretende ser: una imagen sin fondo). Y el rodaje de su historia, si bien es indudablemente habilidoso (considerando los estrechos límites físicos del lugar done transcurren las 127 horas), es también un simple videoclip tontorrón, nervioso y obstinadamente ágil. ¡Pero no había necesidad de ser “ágil” con una historia tan estática y dramática como ésta!

Al final –y esto dará idea del mérito de la película- aprendemos una cosa de la terrible prueba sufrida por Aaron Ralston. Es una lección para la vida que puede quedar como duradero legado de esta película en nuestros espíritus. No, no tiene nada que ver con telefonear de vez en cuando a papá o con contar con los demás al planificar nuestras excursiones. Es mucho más hondo y provechoso que todo eso. Se trata de “no confiar en las navajas chinas cuando uno sale al campo”. ¿No es una maravillosa lección que extraer de una gran odisea de supervivencia?      (11-sep-11)

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