25 oct 2011

"12" (2007), de Nikita Mihalkov


Nuestra verdad es siempre más grande que nosotros
(Mi comentario a "12" (2007), de Nikita Mihalkov)

Para juzgar esta película no hay enfoque más desencaminado que la comparación con la obra magistral de Sidney Lumet y Reginald Rose. Y ello pese a que las referencias de “12” a “Doce hombres sin piedad” sean explícitas y continuas. Pero a mi juicio las dos obras son muy dispares tanto en sus objetivos como en su realización. La clásica opta por la condensación, por el puertas-adentro, por el diálogo, por la situación; la versión de Mihalkov se decanta por la dispersión, por el puertas-afuera, por los monólogos, por los personajes.

La obra se desparrama en el espacio y en el tiempo. Espacialmente hay esos interludios de “desastres de la guerra” o de “escenas de prisión” (además del confuso final); también el escenario, ese polideportivo escolar provocadoramente anchuroso. Temporalmente, la pieza se alarga hasta alcanzar dos horas y media de duración. Ambos excesos, a mi juicio, perjudican a la película.

Importa, no sólo lo que pasa en escena, sino también, y casi más, lo que pasa fuera. El elenco es debidamente heterogéneo, para permitir a todas las figuras de la Rusia contemporánea acceder al proscenio. Y ahí están el trepa, el negociante, el burócrata, el funcionario corrupto, etc. Y están en calidad de tales, convocados con un obvio propósito socio o tipológico, con un ánimo de realismo socio-político. A estas alturas ya es claro: nada que ver con el pintoresco muestrario del clásico de Rose-Lumet.

Aquí cada uno cuenta su historia, con pelos y señales, tomándose su tiempo, y sin paños calientes. Todos son reconociblemente rusos (incluso el abyecto productor televisivo), y no pocos son terriblemente rusos, apasionados, excesivos, residentes o aspirantes del delirio. Esos monólogos a los que se entregan delatan, en muchas ocasiones, caracteres dostoievskianos, que han tocado fondo y han querido llegar aún más allá, y que justo en el límite de la alucinación alcanzan la lucidez.

Lástima que esos caracteres no siempre encajen con los personajes, lástima que los personajes aparezcan a veces encarnados por actores imposibles o sencillamente mediocres. Lástima, sobre todo, que esos monólogos no estén tocados por la mano transfiguradora del arte. Vemos la pasión pero falta el toque de artista que nos la transmita conmocionadoramente, que nos impida que olvidemos en el acto –lo que, ay, nos sucede– los testimonios ardientes de los caracteres.

No le pedíamos tanto a “Doce hombres sin piedad”… Claro que no, pero es Mihalkov el que plantea una historia ambiciosa, honda, global. Y, habiendo prometido tanto, la decepción es grande: el guión, sencillamente, no está a la altura de la tradición teatral de su país. Por recordar sólo a un autor, ¡que no hubiera hecho el creador de los maravillosos caracteres de “El jardín de los cerezos” o “Tío Vania” con esta docena de ciudadanos comunes encerrados en un gimmasio a decidir sobre la suerte de un acusado de homicidio!     (12-sep-11)

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