25 oct 2011

"Saw III" (2006), de Darren Lynn Bousman


Para una trepanación estilo Ikea, el paciente debe estar fresco como una lechuga
(Mi comentario a "Saw III" (2006), de Darren Lynn Bousman)

Así como hay películas que apelan a “las potencias del alma” (inteligencia, sensibilidad…), las hay que apelan a “las miserias del cuerpo”. Una forma de apelación corporal es el cine porno; otra, el cine gore.

(“Va a oir mucho ruido”, y una taladradora se cierne sobre la cabeza del enfermo.)

“Saw”, paradigma gore, es una fascinante exploración de nuestra carnalidad. Por eso es tan difícil, tan atroz de visionar. Es un diálogo franco con la propia carne, brutal a veces hasta el punto de la mutilación (pregunta implícita: “¿hasta cuándo se es uno mismo si uno tiene que ir amputándose miembros?”). Nuestro barro esencial, la materia blanda de que estamos hechos, nos muestra su insoportable fragilidad o vulnerabilidad: la congelación, la vecindad de otras carnes abiertas, o licuadas, o pútridas, la torsión más allá de un límite estricto, pueden sencillamente aniquilarnos –tan endeble es nuestra pasta–. Por supuesto, enfrentarse a esta verdad es horrible. Pero el horror de adquirir conciencia de nuestra naturaleza quebradiza es un horror sano. Es la clásica “catarsis” en estado puro: una impresión que es una revelación que puede ser una transformación.

A mi juicio, el ápice del espanto lo alcanza, en “Saw III”, el momento de la cirugía sobre John. Un análisis de la repulsa de nuestros ojos a contemplar esta escena confirma lo dicho antes: sencillamente, no podemos soportar ver nuestra carne profanada con ese utillaje de fontanero, nos repele la visión del núcleo de nuestro yo (el cerebro) asaltado de un modo tan minuciosamente brutal y acientífico, quizá incluso apartamos la vista (algunos) de eso que, dentro de este ser que piensa y escribe, no son más que vísceras palpitantes y sangrantes, y turbadoramente parecidas a las expuestas en un mostrador de carnecería.

(“Ahora oirá mucho campanilleo”, y aparece una fresadora para continuar la intervención).

Por desgracia el marco de todas estas experiencias es una historia de planteamiento y desenlace disparatados. El personaje imposible de Puzzle, un agonizante dicharachero y concienzudo hasta la náusea, es casi el delirio menor del guionista. Obsesionado con explicarlo todo (desde la “hoja de servicios” de Amanda hasta su ataque de celos, más o menos inducido) y con vincular los episodios (y, claro, el “IV” queda preparado), ofrece un antológico (y risible, o bien indignante) chaparrón de casualidades, de milagros del reloj y de la pre u omnisciencia del psicópata, de “deus ex machina” y demás pirotecnia cronológica. Y la realización, dicho sea de paso, agota sus recursos, deja de sorprendernos y se torna monótona (como los gritos de los torturados) bien pronto, reservándose para el final, eso sí, un último (y prolongado) alarde epiléptico de imágenes fugacísimas.

La película, no hace falta decirlo, gana bastante si se la “descuartiza” –precisamente–. Es decir, si uno se olvida de la continuidad o de la coherencia, y se fija sólo en los sucesivos momentos o retos que deben afrontar los cobayas de Puzzle. Hay que admirar, a ratos, la imaginación retorcida que tantos artilugios denotan (otros ratos, en cambio, se nos impone una impresión de estar viendo siempre lo mismo). Y sobre todo hay que desentenderse de la racionalidad o de la verosimilitud y entrar, no en el juego de la peli, que es incomprensible y delirante, sino en los muchos juegos sucesivos –como los sustos que se suceden en una Casa de la Bruja de cualquier feria– que la peli contiene.

(“Y ahora voy a retirar el cráneo”, y sólo le falta echar en el trozo curvo de calavera un culín de sidra y brindar a nuestra salud).     (28-sep-11)

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